miércoles, 30 de abril de 2014

9 meses… de condena de Albert Dupontel



La herencia del slapstick, la pura comedia física, puede rastrearse en 9 meses… de condena y es su punto fuerte. Desde los tiempos de Mack Sennett, Charlie Chaplin, Buster Keaton, Fatty Arbuckle o Harold Lloyd…, la bufonada, el bullicio, la payasada que se deriva del dolor, la caída, el golpe, el tartazo (sí, de lanzamiento de tarta), el malabarismo, el lenguaje corporal extremo… ha provocado la risa en el respetable público. La tradición del trastazo ya venía de lejos, desde la commedia dell’arte o el vaudeville. El slapstick salvaje ha derivado también en un humor donde conviven el delirio y la absurdez. Los herederos del slapstick han ido de Peter Sellers a Jerry Lewis pasando por Jim Carrey. Y ahora el actor y director francés Albert Dupontel sigue con esta tradición y crea efectos visuales que dan como resultado una comedia física extrema con aires de humor negro y crítica social.

Si vemos su trayectoria como director, Dupontel siempre ha puesto como protagonistas de sus obras a hombres que son marginados sociales, así 9 meses… de condena no es una excepción. Dupontel es un delincuente, un excluido social, que ha sido condenado por un horrible robo con violencia del que él se declara inocente. El director describe sus películas como dramas graciosos y explica que trata de “hablar de los sesgos de la sociedad con una nariz roja”. Por eso el cine de Dupontel despista e incluso a veces provoca en el espectador un extrañamiento al no saber si está viendo una payasada extrema de mal gusto o si realmente hay donde escarbar. Y en ese complejo equilibrio se encuentra 9 meses… de condena.

El motivo por el cual Dupontel quiso contar la relación que se establece entre una jueza inflexible y un delincuente ‘tarado’ (tal y como le describe la protagonista) surge de un documental, 10ª sala: instantes de audiencia de Raymon Depardon, donde se siguen doce casos de una misma jueza. El documental muestra los procedimientos judiciales que se suceden en una misma sala en París que sirven además para analizar los comportamientos humanos. A partir de esa inspiración Dupontel crea una ‘extraña pareja’, otro elemento clave para la comedia, y se sirve del lío, del enredo e incluso de una premisa del screwball comedy. Y esa premisa es que el mundo de la jueza queda patas arriba cuando en su vida entra de lleno un hombre perteneciente a un mundo muy alejado del suyo (y es a las personas de ese mundo ajeno al suyo —ella vive como en una burbuja de cristal en su despacho y en su piso— a las que sin embargo juzga cada día…). Y como en toda screwball comedy tras el caos, viene la calma. Así el director y actor construye su particular drama gracioso donde apunta contra el sistema judicial y los medios de comunicación (entre otros frentes).

Además de la ‘extraña pareja’ (Sandrine Kinberlain y el propio Dupontel), inevitablemente y de la manera más absurda —en una noche de borrachera de la jueza— unidos para siempre, Dupontel crea dos excelentes secundarios que también juegan con el tono de esta comedia física. El juez engreído que recibe más de un golpe salvaje en su cabeza (Philippe Uchan) y el exaltado y divertido abogado tartamudo (Maître Trolos). El director (también guionista) refleja un pequeño universo de personajes grotescos como el anciano millonario (una y otra vez seccionadas sus extremidades de la manera más absurda) o crea cameos brillantes para colegas de la profesión como el de un peculiar intérprete de lenguaje de signos (Jean Dujardin) o un asesino en serie con cara temible con costumbres culinarias peculiares (Terry Gilliam).

Así por otra parte Albert Dupontel trata de buscar soluciones visuales y una puesta en escena que dan una original factura a la película. Así el principio muestra un plano secuencia: una fiesta de fin de año en el palacio de justicia donde la cámara va siguiendo a un globo, que sale volando por una ventana del habitáculo donde se sucede el jolgorio y nos lleva hasta un pequeño despacho. Ahí se encuentra encerrada la protagonista entre cientos de expedientes ajena a la diversión y contándonos su filosofía de vida. O está también muy bien resuelta la escena en que la jueza va a ver los vídeos grabados por las cámaras de seguridad de precisamente esa noche de fin de año, donde descubrirá qué fue lo que le pasó esa noche de amnesia…, las cámaras reflejan su paseo nocturno…

9 meses… de condena queda así como un híbrido extraño de drama gracioso y extremo, con tendencia a la comedia física, unas gotas (podía haberse ahondado más en este punto) de crítica al sistema judicial y a los medios de comunicación, con humor negro y algo de gore. Y por qué no decirlo… incluso con sus momentos de ternura.


Isabel Sánchez

martes, 29 de abril de 2014

Luchador o guerrero



En la cultura china, se refieren al chi como el aliento, la energía de la vida, la fuerza esencial que anima todas las formas de vida del universo y que se manifiesta en la suma de todas las energías del cosmos. Algunas corrientes afirman que el ser humano puede controlar y utilizar esa energía a través de diversas técnicas.

Por cierto que, en tanto que concepto no mensurable, la ciencia occidental no admite su existencia.

El Tai Chi se refiere al punto en el que la energía se carga a partes iguales con calma y movimiento. Los practicantes de este milenario arte marcial, cerebral y defensivo, realizan movimientos lentos y controlados que requieren una gran dosis de equilibrio y serenidad. Pero hay una vertiente “dura” que permite detener el ataque de un enemigo con un movimiento y golpear con exactitud y rapidez letales.

El poder del Tai chi, película, viene también de lejos aunque no tanto. Hace quince años Keanu Reeves conoció a Tiger Chen quien formaba parte del equipo de especialistas de Matrix. Se hicieron amigos y ya no se trataba sólo de entrenamiento y  combates sino de ética y filosofía. Así surgió la idea de un guión que utilizara el Tai Chi, no como excusa de secuencias de acción sino para mostrar los valores del arte marcial.

Tiger Chen, que nunca se había puesto frente a las cámaras, es el protagonista, Keanu Reeves, que nunca se había puesto tras ellas, es el director. Tan posible es acercarse a la película sin tener en cuenta ambos factores como hacerlo desde la simpatía incondicional o el menosprecio.

En la ópera prima de Reeves director, su protagonista es un alumno aventajado de Tai Chi, que cae en el punto de mira de Donaka Mark, un tipo sin escrúpulos que organiza peleas ilegales. Los honestos motivos que tiene Tiger para entrar en ese mundo se irán oscureciendo poco a poco, conforme vaya descubriendo su capacidad como luchador y convenciéndose de su invencibilidad.

Tiger Chen no es precisamente carismático y Reeves compone un villano vil y punto, de hecho no hay profundidad en ninguno de los personajes. La historia tampoco es nueva: el bien y el mal, el discípulo contra el maestro, el poder del odio… Ha llovido mucho desde que incluso el bueno de Daniel Larusso se dejaba arrastrar por el lado oscuro a pesar del señor Miyagi en la tercera entrega de Karate Kid.

Pero hay algo… Sentido del ritmo, sentido del espectáculo. Puede que la intención de Keanu Reeves de mostrar lo que hay detrás de un arte marcial haya quedado ensombrecida o no le importe a nadie, pero no se ha limitado a filmar peleas. Las  coreografías de lucha son soberbias y la evolución del protagonista y los dilemas a los que se enfrenta se muestran a través de sus combates. Nada tiene que ver el primero con (¿y cuando hayas probado la sangre, qué pasará?) el último. De hecho, la peor escena de la película es un resumen innecesario de la trayectoria de Tiger… Quizá el director bisoño dudara, bien de sus méritos y su capacidad de transmitir, bien de sus espectadores. Un poco más de confianza no habría venido mal.


Ana Álvarez

viernes, 25 de abril de 2014

La imagen perdida



LA IMAGEN PERDIDA

 El mar golpea la pantalla y la inunda por completo. Se aleja y vuelve a inundarla una y otra vez, provocando una sensación de ahogo en el espectador. Es la imagen con la que Rithy Panh nos explica cómo la infancia regresó a su memoria de golpe cuando rebasó el medio siglo de edad y ya no le abandonó. Para contarnos lo que vivió desde los once a los catorce años se sirve de unos muñecos de arcilla, tan estáticos como expresivos, a los que unas habilidosas manos dan forma y pintan, primero, con los alegres tonos de la plácida vida familiar de clase media y, tras la entrada en Phnom Penh de los jemeres rojos en abril de 1975, con el obligado negro de la ropa de trabajo, único color permitido para igualar a todos los ciudadanos de la Kampuchea Democrática. Así se bautiza a la nueva nación convertida en un inmenso campo de concentración donde las ciudades, símbolo del aburguesamiento de la población, quedan abandonadas y cualquier rastro de progreso  o de libertad desaparece por completo mientras emerge la figura del Hermano número uno. Las imágenes de archivo son pocas y se repiten a lo largo del metraje sin perder por ello su valor, como la fila de hombres y mujeres que transportan canastos de tierra en  un plano tan general que parecen laboriosas hormigas, igual de insignificantes para los nuevos mandatarios, siempre sonrientes, aplaudiendo y aplaudidos, ajenos al padecimiento del pueblo. Las ficciones distópicas de 1984, Farenheit 451 o El cuento de la criada se hacen realidad y el protagonista, con su camisa estampada, rememora otras historias llenas de música y brillo para evadirse del horror: las que filmaba un vecino suyo, director de cine, a cuyos rodajes asistía antes del "año cero".

  Casi dos millones de personas murieron en Camboya en los apenas tres años de desgobierno de Pol Pot. Hasta 2006 no se formó un tribunal dispuesto a juzgar los crímenes contra la humanidad y su labor es tan lenta que los culpables mueren ya ancianos y convencidos, seguramente, de haber hecho lo correcto. Tan orgullosos, quizás, como los protagonistas de The act of killing (2012), a quien se les pide que reproduzcan ante la cámara las ejecuciones y torturas a las que sometían a los sospechosos de comunismo tras la subida al poder de Sukarno en Indonesia,  haciendo su propia y terrible película y asumiendo, en ocasiones, el papel de víctimas, lo que parece abrir una brecha en su conciencia y servirles de terapia. El resultado fascina y revuelve el estómago a partes iguales porque a los verdugos no les importa hablar, se vanaglorian de sus hazañas protegidos por un gobierno cómplice mientras que las víctimas de los genocidios callan durante mucho tiempo, por vergüenza o por no encontrar las palabras para describir tanto sufrimiento. En La imagen perdida no hay actores, ni testimonios directos, tan solo unas figuras de arcilla, con las facciones cada vez más acentuadas y los cuerpos más encogidos, protagonizando una pesadilla que fue fotografiada y filmada pero de la que apenas ha quedado rastro. La imagen que falta (traducción literal del título original L’image manquante) está en la memoria de los supervivientes. Las habilidosas manos modelan el hambre, la enfermedad y el terror en el barro, construyen los pequeños decorados (la aldea, las chozas, el bosque) y se añade una rica banda sonora para recrear el ambiente y que  no tengamos que imaginar nada. Todo está ahí: en la pantalla, en ese mundo creado por un hombre de cincuenta años que relata con serenidad su propia y traumática experiencia. Y el espectador empatiza con los personajes de arcilla y desea que vuelvan a su casa de la capital y a los rodajes de esas otras películas llenas de música y brillo.
  
  Almudena Ramos.
 
El pasado (Le passé, Asghar Farhadi, 2013)



“Pídele perdón, pero mírale a los ojos mientras lo haces, que se note que lo sientes de verdad”, le exige Samir a su hijo de cinco años Fouad que se disculpa con Ahmad. 

Ahmad es el ex-marido iraní de la francesa Marie y viene a firmar su divorcio después de cuatro años de separación, ya que ella va a casarse con otro hombre, Samir. Marie tiene dos hijas, la adolescente Lucie y la pequeña Lea, de distintos padres - ninguno es Ahmad-, y Samir sería su tercer matrimonio, quien a su vez tiene un hijo pequeño, Fouad, cuya madre (esposa de Samir) se encuentra en coma por intento de suicidio. Toda esta maraña la vamos descubriendo y se va complicando conforme avanza el metraje de la película a través sobre todo de las preguntas de Ahmad – el último en llegar- que se convierte en el catalizador que obliga a todos a mirar la realidad y a buscar respuestas a las preguntas que no se han atrevido a hacer hasta ahora.

El guión de su director, Asghar Farhadi, es de ritmo pausado logrando mantener la tensión en el espectador, que odia y compadece a sus protagonistas por igual, protagonistas que van buscando culpables a sus problemas mientras ignoran su propia culpa. Vamos acompañando a esta particular familia poco a poco en cada escena, desenmarañando la trama en su difícil búsqueda de la felicidad, trama que se alarga un poco, quizá innecesariamente en el final. Una madre que no sabe vivir sola, una hija adolescente que no quiere otro padre, un padre del pasado al que sí quiere; el futuro padre, orgullo, verdad, mentira, perdón, emociones, incomunicación, silencios, el pasado que se empeña en volver, en definitiva, las relaciones humanas.

Farhadi gusta de trabajar con niños y ya nos lo demostró con la pre-adolescente de la estupenda “Nader y Simin, una separación”, donde también vemos a una familia en apuros. En este film, su primero realizado en Europa, no vemos los conflictos culturales de sus anteriores películas y sabemos que se desarrolla en Paris porque los actores lo mencionan, ya que al contrario de lo que suele ocurrir, aparece como una ciudad fea y sucia.

Todos los actores están excelentes, Bérénice Bejo (Marie) ganó el premio a mejor actriz en Cannes con este papel de muchas aristas, y quien parece nos va a sorprender mucho en el futuro; sus escenas con Ali Mosaffa (Ahmad) -pausado, con el genio justo en los momentos adecuados-, hacen saltar chispas; Tahar Rahim (Samir) con el semblante de un sufridor incapaz de tomar una decisión comparte escenas muy poderosas con Ahmad y ambos mantienen muy bien el tipo; o Pauline Burlet (Lucie) en su papel de adolescente perdida, pero me gustaría destacar  las escenas con el más pequeño, Fouad, un excelente Elyes Aguis que pone en un compromiso a todos los actores adultos a los que cuestiona.

En un mundo asolado por la incomunicación, a veces hablan mejor los silencios que las palabras y eso lo descubrimos al final de la cinta. 

Pilar Oncina

En la trastienda


“Paradiso” (Omar A. Razzak, 2013)
 
Como un túnel del tiempo, el largo pasillo de acceso al cine Duque de Alba, nos transporta a una época anterior a la revolución de Internet en que no eran escasos esos espacios que hoy conocemos como cines X. El Duque de Alba de la película “Paradiso”, localizado en el corazón de Madrid, adquiere un carácter universal propiciado por el enfoque de Omar A. Razzak y su coguionista Daniel Remón. Dicha sala sobrevive en la capital de España, pero la poda de casticismo o localismo se ha trabajado tan a conciencia, que podría hacerlo en cualquier otra ciudad peninsular e incluso del mundo occidental.
 
Con una estética de planos fijos, de sucesión de estampas, la película arranca con una visualización en plano general del cierre de la reja al final del largo corredor de entrada. Nuestra mirada reside en el interior del cine, oculta, indiscreta, y ahí permanecerá durante buena parte del metraje, sorprendiendo las conversaciones y rutinas diarias de sus trabajadores (Rafael, el encargado, y Luisa, la cajera cercana a la jubilación) y clientes habituales. No hay la más mínima sordidez en el retrato de un microcosmos que ciertas convenciones sociales asocian con la degradación y el patetismo, y coherentemente no será hasta cerca del final que accedamos a la sala de proyecciones. En un hallazgo magnífico, los gemidos y orgasmos que llegan de esta servirán como contrapunto a la pura cotidianeidad de los diálogos entre el encargado y la cajera. Ambos quedan retratados como profesionales tranquilos y competentes, y Rafael incluso desborda creatividad para reflotar un negocio arrollado por la crisis y los cambios en los canales de consumo de cine porno: una de sus mejores ideas será reconvertir el patio interior en una terraza para los clientes fumadores.
 
Entre los mejores fragmentos de este documental con ocasionales aires de comedia, está la desternillante escena en que Rafael, Luisa y uno de los parroquianos más pintorescos comentan con ingenuidad de espectadores primitivos las obras maestras del canon cinematográfico, de “El gran dictador” a “Ciudadano Kane”, de “2001, una odisea del espacio” a “La dolce vita”, quizá homenaje a una forma de vivir el cine tan apasionada como la de la cinefilia más erudita.
 
Javier Valverde

lunes, 21 de abril de 2014

Partir, es morir un poco


Chema Rodríguez contó muchas cosas el día del preestreno de su primer largo de ficción Anochece en la India. Habló largo y tendido del proyecto, de su inspiración, de lo que costó sacarlo adelante, de lo que se perdió y se cambió por el camino…

La historia que Lorenzo del Amo, un español que en los años setenta llevaba hippies hasta la India en su furgoneta y al que un accidente en el río Níger dejó en silla de ruedas, la recogió el mismo Chema Rodríguez en el libro Anochece en Katmandú, y es la que el director toma como referencia para su película. Encuentros de amigos, charlas acerca de volver a un país donde pasaron los mejores años de una vida y la chispa de una idea: el protagonista real no puede realizar ese viaje pero un equipo técnico y artístico sí puede.

Y si Lorenzo del Amo fue la inspiración, Juan Diego fue el alma. El director escribió la historia pensando en el actor andaluz y conseguir su implicación hizo que todo fuera más fácil hasta que, cuando llevaban rodado el cincuenta por ciento del material y gastado el ochenta del presupuesto, la productora quebró. Y hubo cambios y modificaciones y gente que vino y gente que se fue y la aventura pasó a ser gesta heroica hasta conseguir llegar a buen puerto.

Imposible que todo esto no se refleje en la película y le afecte. Y se refleja y le afecta. Para bien y para mal.

Es innegable que sin Juan Diego (Biznaga de plata al mejor actor en Málaga  y segura nominación a Goya) la película no sería la misma. Pero tampoco lo sería sin Clara Voda. Juan Diego es Ricardo, parapléjico, amargado, bebedor con mala leche y peor conciencia que decide regresar a la India, el lugar donde fue feliz, en un viaje del que no piensa volver. Clara Voda es Dana, su asistente rumana, cuyos silencios tienen más fuerza que las continuas salidas de tono de su empleador.

Y Juan Diego, actor menudo de manos pequeñas y ojos penetrantes, que se agiganta en cada papel que toca, encuentra en Clara Voda una actriz capaz de aguantarle y devolverle la mirada y de estar a su altura. El duelo entre ellos es, con diferencia, lo mejor de una película que empieza con fuerza pero a la que sucesivos altibajos acaban pasando factura.

El arranque y la primera parte hasta la llegada a Rumanía están llenos de detalles. No se revela de primeras el propósito final del viaje sino que se dan inesperadas vueltas de tuerca a los conceptos de inmigración, discapacidad y amor de madre. Pero las dificultades son tantas que el viaje muda en epopeya; las vueltas son revueltas en espiral y la historia se aparta de una meta que, quizá siga teniendo sentido en el papel, pero lo pierde a lo largo del metraje, hasta que el espectador se plantee para qué tanto kilómetro…

Pero es obvio que Anochece en la India es un viaje físico y emocional y encerrados en casa la historia sería otra. Ricardo y Dana, Dana y Ricardo no serían los mismos ni llegarían a ese osado final, si no hubieran vivido (y muerto un poco) la odisea física junto con la de sus almas.


Ana Álvarez

domingo, 20 de abril de 2014

Enemy (Enemy, 2013) de Denis Villeneuve


Una triple pirueta… Enemy tiene ecos de la novela de Saramago El hombre duplicado (atrapa más bien una sensación de vértigo que tuvo tras la lectura del libro el director, según explica en una entrevista, además de la temática del doble) y muestra cómo la sombra de David Cronenberg es alargada. De esta manera Villeneuve entrega curiosamente una película personal que bebe de las reflexiones del escritor y que atrapa una de las esencias cronenbergianas: construir un relato cinematográfico a través del caos. La película parte de una premisa que se extrae de la novela y que curiosamente casa con la filmografía de Cronenberg, para tras la fusión de ambas influencias (la literaria y la cinematográfica) parir una película de Villeneuve: “El caos es un orden por descifrar”. Voilà.

Si se es espectador de Enemy, sin haber leído ni una línea de la novela de Saramago (como es el caso de la que esto escribe), las posibilidades de interpretaciones, lecturas y miradas que ofrece la película es infinito. Enemy es un caos por descifrar y sus lecturas cinematográficas se convierten en apasionantes. Es de esas historias que te acompañan al salir de la sala durante varios días… Como es habitual en el cine de Villeneuve te atrapa por su impacto visual que cuida el ambiente y los espacios  (los apartamentos de los protagonistas, las dependencias de los hoteles, el videoclub, la universidad, los edificios de una ciudad…) así como el uso de la luz y los colores acentuando la continua visualización de la dualidad. Por otra parte destacar la inquietud e incomodidad que logra filtrar en todo el metraje (ocurría igual en Incendies y de manera acusada en Prisioneros) con ayuda además de una banda sonora que transmite extrañamiento y desasosiego ante lo que el espectador está viendo.

La clave es la dualidad (palabra con la que ha trabajado Villeneuve en sus tres largometrajes): concepto con el que se juega durante toda la película pero también formalmente (en la manera de armar y construir la película). Las imágenes embarcan al espectador en un thriller psicológico que o bien puede sentirse como onírico (ay, la araña…, qué quebraderos de cabeza) o construirse racionalmente encajando todas las piezas del puzle (donde se encaja la araña, la llave y todo lo extraño, las cicatrices...). Todo depende de lo que crea el espectador: si juega con el concepto del doble o se decanta por el desdoblamiento. Las interpretaciones e historias que surgen son totalmente diferentes. Pero todas hablan de lo mismo, de un tema eterno, de la identidad del individuo.

La riqueza del planteamiento de Villeneuve es que podemos mirar por un mismo prisma que permite distintas miradas pero igual de interesantes que además modifican el punto de vista: ¿estamos ante un relato cinematográfico subjetivo (dentro de la mente distorsionada de una persona) o somos testigos de un relato cinematográfico objetivo donde se nos plantea el enfrentamiento de poder entre dobles que tratan de ocupar su espacio y convertirse en únicos?

La dualidad es trabajada por el actor protagonista (Jake Gyllenhaal) que logra crear dos personajes distintos con el mismo físico y voz: el profesor de Historia, Adam, y el actor ‘de tercera’, Daniel. Y por sus dos rubias mujeres (… influencia inevitablemente hitchcockiana), fundamentales para entender los miedos, las frustraciones y pulsaciones ocultas de Adam y Daniel. Las rubias tienen el rostro de Mélanie Laurent y Sarah Gadon (curiosamente una actriz que ya ha trabajado varias veces con Cronenberg y también con su hijo Brandon) y ambas son cruciales en el enfrentamiento de egos o en el trastorno del desdoblamiento.

Enemy es un caos que oculta un orden por descifrar… según cómo se mire construye un universo distinto pero reflexiona sobre las mismas cosas: ¿puede el ser humano mantener su identidad intacta o puede ser modificada, adormilada, manipulada, aniquilada…?

Isabel Sánchez


viernes, 18 de abril de 2014

El tren a ninguna parte de Jeremy Irons


Hay trenes que pasan una vez en la vida. Billetes que se pierden. Ferrocarriles que están llamados a ser un punto de inflexión en la biografía del viajero. Que se esperan eternamente... En Tren de noche a Lisboa encontramos, de nuevo, una versión cinematográfica de esta alegoría, una película a través de la que Bille August invita a reflexionar acerca de esas pequeñas decisiones que, aunque en apariencia son rutinarias e insignificantes, acaban desencadenando auténticas revoluciones.


Raimond Gregorius (Jeremy Irons) es un solitario e insomne profesor que enseña latín en una escuela suiza. Su monótona vida, tan gris como el cielo de Berna, se ve alterada cuando en su camino se cruza una joven que amaga con arrojarse a las frías aguas del río Aar. En un acto heroico, quizá el más heroico de su vida, Gregorius impide el suicidio de la mujer, que desaparece dejando olvidado un librito con las memorias de un autor portugués desconocido. El descubrimiento de esta obra de Amadeu do Prado representa un revulsivo vital para el maestro, que viajará en tren hasta Lisboa para seguir los pasos del escritor.
Basada en el bestseller Tren nocturno a Lisboa, de Pascal Mercier (pseudónimo del escritor y filósofo suizo Peter Bieri), la cinta de Bille August habla sobre la necesidad universal de encontrar sentido al tiempo que se nos ha dado; sobre la urgencia de actuar conforme a nuestro pensamiento (siguiendo el ejemplo del emperador y filósofo Marco Aurelio, que el propio Gregorious traslada a sus alumnos al principio de la película) y de vivir "aquí y ahora" de modo que la muerte no nos sorprenda "sin haber logrado lo que esperábamos de nosotros mismos".
Las reflexiones existenciales de Amadeu do Prado estimulan el espíritu de Raimond Gregorius. Sin embargo, la catarsis del personaje central, que en un principio promete convertirse en el eje sobre el que pivotará el argumento, no tarda en perder fuerza frente a las circunstancias sociales y personales que rodean a Do Prado: un aristócrata miembro de la resistencia contra la dictadura de Oliveira Salazar, que se enamora de una joven revolucionaria.
A partir de ese momento, el prometedor viaje a Lisboa se emborrona con una serie de personajes de escasa complejidad, que afrontan conflictos que se intuyen, pero que el guion no explica, y en los que, por consiguiente, tampoco profundiza.
Quizá porque la ausencia de tensión impide empatizar con las inquietudes, temores y esperanzas de los personajes (¿en serio el motivo del suicidio iba a ser ese?), el resultado es una decepcionante falta de evolución en todos y cada uno de ellos, incluido el propio Gregorius, cuya "insignificante vida" dista mucho de acabar pareciéndose al "extraordinario universo" que lo sedujo de Do Prado. Y no es una cuestión de interpretación. Precisamente, el punto fuerte de la película es Jeremy Irons que, además de ser el reclamo comercial para promocionar la cinta, defiende magistralmente su papel.
Junto a Irons, que ya había trabajado con el director danés hace dieciocho años en la adaptación cinematográfica de otra obra literaria: La Casa de los Espíritus, de Isabel Allende, en el tren de Bille August viajan actores como Christopher Lee (El Señor de los Anillos, Star Wars) y Charlotte Rampling (Melancholia, Portero de noche). La presencia de los tres intérpretes da consistencia por momentos a una película que, por lo demás, acaba resultando poco memorable.

Tamara Vázquez

viernes, 11 de abril de 2014

Frances busca su sitio


Por edad, Frances ha llegado a ese “más tarde” de los versos de Gil de Biedma en el que uno se da cuenta de que la vida va en serio, pero ella no quiere tomársela así. Es bailarina suplente en una compañía de danza, comparte piso con su mejor amiga y prefiere romper antes que avanzar en la relación con su novio. Intenta que el mundo que la rodea y en el que se siente a gusto siga como está pero eso, quien más quien menos lo ha vivido, no es posible.

La última película de Noah Baumbach representa esa lucha titánica de la protagonista para seguir en Nunca Jamás, con un periplo por siete diferentes lugares hasta encontrar su sitio.

Sobre Frances Ha llueven comentarios elogiosos, se reconocen influencias de relumbrón y parece obligatorio que despierte admiración y simpatía a poca sensibilidad cinefílica que se tenga, pero quien esto escribe no detecta tanta autenticidad como espíritu pretencioso en este director, y ya aquella “curiosa y divertida mirada sobre la familia” que fue Margot y la boda, le pareció en su día un ejercicio cansino, sobre un momento en la vida de un hatajo de disfuncionales afectivos que no tenían derecho a disponer del tiempo de nadie.

El caso es que Frances Ha no es tan irritante en sí, cuanto la trascendencia con la que se habla de ella, y llenar una página más relacionando el estilo de Baumbach con la nouvelle vague y sus creadores, o con el de Woody Allen, no está por tanto en el ánimo de quien esto escribe. Retratos generacionales sobre el desasosiego y el vacío existencial de treintañeros en pos de su identidad que no encuentran su sitio (véase Los ilusos de Jonás Trueba, véase Oh, boy de Jan Ole Gerster) ya se van amontonando y que en este caso la protagonista sea femenina, no la hace tan diferente.

Puestos a escoger, sin duda Ilusión de Daniel Castro es una comedia sobre los obstáculos que pone la vida a los peterpanes, hecha con talento, con mucha más alegría y tan honesta como para no tener que redimir a nadie.

De Frances, no sólo es posible no enamorarse sino que sería lógico no hacerlo, pero la actriz coguionista de la película Greta Gerwig, al César lo que es del César, es la que soporta todo el peso de la historia y lo lleva con su talento y naturalidad habituales y el aspecto cansado de acarrearlo de verdad (si es cierto que hubo unas treinta y cinco tomas por escena, el cansancio debió ser real y la naturalidad inexistente, lo que hace aún más meritorio su trabajo).

Por Greta se hace el intento de creer que ese físico y esa manera de moverse sean los de una bailarina y por ella se desea que deje de meter la pata. Es ella la que logra que la verdad de Frances se disfrace de intrascendencia cuando se revela en mitad de una conversación cualquiera. Greta Gerwig es lo mejor con diferencia de esta función que acaba, paradójicamente, con la domesticación de la anti-heroína a la que se defiende durante ochenta minutos. Después de todo, madurar y adaptarse es el paso necesario para lograr lo que se desea y es ironía cruel que, de la óptima banda sonora, el himno transgeneracional que el espectador sale tarareando (Modern Love de David Bowie y su pegadizo estribillo “but I try…I try”) sea el mismo que acompaña a la protagonista mientras corre despreocupada en pleno ejercicio de su libertad y lo que suena cuando es preciso amputar la identidad propia con tal de encajar.


                Ana Álvarez

El fracaso del justiciero


"Los canallas" ("Les salauds", Claire Denis, 2013)

Tanto como su excepcional sentido de la narración elíptica, el poder de sugerencia de los pequeños detalles es uno de los rasgos más notables del talento de Claire Denis. En “Los canallas”, su última película, un buen ejemplo sería una escena al comienzo en que Chiara Mastroianni y Vincent Lindon se encuentran en el portal del edificio en que viven, y este se inclina para reparar la bicicleta del hijo de aquella. Apenas un plano oblicuo del escorzo de Lindon y la mirada que arroja la Mastroianni sobre una fuerte espalda masculina, y se tiene ese fósforo que Robert Bresson buscaba liberar uniendo un plano con otro. En esa breve escena están contenidos, sin subrayados, todo el deseo ya latente y el drama por venir.

El deseo sexual, desde el más reconfortante de las relaciones entre Lindon y la bellísima Mastroianni hasta el más inconfesable, está en el trasfondo de este turbio thriller, con Lindon descendiendo a los infiernos familiares como George C. Scott en “Hardcore” (1979), un justiciero llegado de la Marina para indagar en los extraños sucesos que han conducido al suicidio de su cuñado, la quiebra de la empresa familiar y la mutilación de su sobrina. El deseo es un tema recurrente en la obra de Denis, llegando incluso a ser origen y relato de un film entero como “Vendredi Soir” (2002). Y en consonancia con ese interés, esta insólita cineasta busca, por una parte, cartografiar los cuerpos en detalle, y por otra, acercarse a los rostros, filmando unos primerísimos planos que no se parecen a cualesquiera otros (más sugestivos, más audaces, por ejemplo, que los de Abdellatif Kechiche en “La vida de Adèle”).

El ritmo de la película, de una lentitud adictiva, se revela como muy apropiado a lo que se narra, un ritmo que permite macerar en la mente y la sensibilidad del espectador esa viscosidad, esa sordidez progresiva de los descubrimientos del vengador protagonista, haciéndole partícipe del mismo malestar que este experimenta. Pero no es tiempo de heroísmos, y la película quizá pueda verse como una metáfora de cierta degradación del capitalismo, sucumbiendo el negocio más tradicional (la fábrica de zapatos de la familia del protagonista, prima hermana de la plantación de café por la que batallaba Isabelle Huppert en el anterior film de Denis, “Una mujer en África” (2009)), al más oscuro y especulativo personificado en el millonario que interpreta el magnífico Michel Subor, cuya bajeza moral queda escrita en esa morbidez blancuzca de su rostro.
 
Film deudor de las escabrosidades familiares de William Faulkner (incluso, como en su novela “Santuario”, una mazorca de maíz es utilizada para una violación), es del todo ineludible señalar el rol clave de la hipnótica, casi lynchiana, música de los Tindersticks en la definición de una atmósfera de creciente malestar.
 
Javier Valverde

Need for Speed

   
"The King of Kong: A fistful of quarters", narraba la historia de cómo Steve Weibe, un humilde profesor de secundaria, trataba de echar del trono de mejor jugador del Donkey Kong a Billy Mitchell, empresario. Manías, envidias, micro-mafias... El eterno favorito veía cómo conseguir imponerse al eterno ganador se convertía en el principal fin de su vida. Su familia, compañeros de trabajo y amigos comprendían la enorme importancía que suponía conseguir ser el mejor jugador de Donkey Kong . El documental dirigido por Seth Gordon es posiblemente la mejor película que se ha hecho "basada" en un videojuego. Curiosamente esta se aleja del mundo creado por el propio juego para centrarse en las consecuencias del mismo en la vida real de sus participantes. Existen grandes películas inspiradas en novelas, musicales, cómics.. Pero todavía no existe ese “gran título” derivado de un videojuego. Es uno de los mayores quebraderos de cabeza que ha tenido el cine hasta ahora... y hasta cierto punto es comprensible. Sin ir más lejos, en la adaptación más pura posible de “Need for Speed” los protagonistas deberían ser los coches, no aquellos que los conducen, aproximándose ese hipotético resultado más a “Cars” que a “The Fast and the Furious". Sin embargo, la segunda película dirigida por Scott Waugh decide seguir la estrategia del documental de Seth Gordon y prioriza contar una historia creando un universo desde cero olvidándose de rendir cuentas a ningún videojuego. Parece claro que el título de la película es solo una estrategia publicitaria para acercar a varios fans del videojuego al cine, que acabarán encontrándose con una historia de venganza, carreras y amor, eso sí, muy entretenida y disfrutable. 

En los últimos años ha habido películas que han sabido aproximarse mejor al lenguaje del videojuego tanto conceptualmente ("Premium Rush" o "Drive Angry"), estéticamente ("Speed Racer") o técnicamente ("Scott Pilgrim VS the World"), que esta "Need for Speed". Algo que como deciamos antes no es necesariamente malo y que no es ni mucho menos el principal defecto de este film. Pero primero hablemos de su gran virtud.: "Need for Speed" consigue el logro de ser una road movie compuesta por constantes carreras frenéticas. Si las road movies generalmente se caracterizan por la importancia que tiene el viaje para los personajes que lo realizan, "Need for Speed" decide también ofrecerle la misma importancia a cómo es ese viaje. Si los guionistas George y John Gatins, hubiesen decidido que la historia consistiera exclusivamente en el desarrollo de ese trayecto probablemente estaríamos hablando de una película mucho más estimulante. Sin embargo parece que a ambos les preocupaba demasiado que el espectador pudiera contextualizar la vida del personaje protagonista, dando la sensación de querer excusarse por lo que a partir de un excesivamente largo (pero no aburrido) primer acto, acabará aconteciendo. Que Tobey Marshall tenga que tocar fondo antes de decidirse a participar en la carrera De León, parece que es una manera que tiene la película de arrepentirse de su naturaleza propia. ¿Realmente el resultado final habría variado tanto sin el exceso de dramatismo que ofrece la vida de Tobey?

Es en ese desequilibrio entre drama y comedia donde se encuentra el principal fallo de "Need for Speed". En lugar de optar por uno de los dos caminos, o incluso el camino intermedio, la película transita por lugares de drama absoluto para pasar a situaciones más propias de una comedia extrema, dando como resultado situaciones inverosímiles (el personaje de Anita) o directamente demenciales (la "dimisión" de Finn o el personaje de Kid Cudi siendo a los helicopteros lo que Mortadelo era a sus disfraces). Todo esto provoca que aquello más efectivo de la película acabe siendo la relación entre los personajes interpretados por Imogen Poots y Aaron Paul. Al ser la única parte de la película que es tratada de forma convencional, y viendose ademas apoyada en la química que consiguen crear ambos actores, conlleva que en esta road movie repleta de carreras espectaculares y explosiones vistosas, el clásico (y siempre efectivo) "chico conoce a chica" monopolice el recuerdo del espectador sobre el film. Elemento que, curiosamente, no podria estar más lejos de los objetivos que proponen la gran mayoría de los videojuegos.

Aron Murugarren

miércoles, 9 de abril de 2014

Noé (Noah, 2014) de Darren Aronofsky


“En aquel entonces había gigantes en la tierra y también después que los hijos de Dios se unieron a las hijas de los hombres, y ellas les engendraron hijos. Son éstos los héroes famosos ya desde antiguo” (Génesis, 6, 4). No cabe duda de que la Biblia es un libro mitológico maravilloso, que como otras obras mitológicas trata de ‘entender’ por qué el mundo es como es. Y ese libro está poblado de historias épicas y protagonistas que se enfrentan a las adversidades y a los designios de un único Dios furioso y amenazador. El Dios protagonista del Antiguo Testamento.

Uno de esos héroes bíblicos es Noé y su relato es uno de los que puebla el libro del Génesis. La historia del Diluvio empieza en un mundo de gigantes y héroes, de uniones entre hijos de Dios e hijas de los hombres… Un mundo que da paso a una fantasía desmesurada donde la familia de Noé, con él como patriarca, tiene que llevar a cabo una misión. Yahvé furioso por la maldad de los hombres ‘envía’ la destrucción a través de un diluvio que arrasará con todo. Encarga a Noé, que es un hombre justo, que construya un arca y que ahí albergue una pareja de todas las especies animales y que junto a estos y su familia (su esposa, sus tres hijos y sus esposas) aguante el temporal… para luego poblar de nuevo la tierra... En el relato bíblico el mismo Yahvé es consciente de la desmesura de su castigo (y de su inutilidad): “No maldeciré más la tierra por causa del hombre, porque los impulsos del corazón del hombre tienden al mal desde su adolescencia; jamás volveré a castigar a los seres vivientes como acabo de hacerlo. Mientras dure la tierra, sementera y cosecha, frío y calor, verano e invierno, día y noche no se interrumpirán más” (Génesis, 8, 21-22).

En esas dos citas bíblicas están las claves de la ‘interpretación’ que realiza Darren Aronofsky de un pasaje que en distintas entrevistas dice que le obsesionó desde niño. Crea un universo fantástico de tintes apocalípticos con gigantes, visiones, premoniciones, fenómenos extraños, batallas, catástrofes, héroes… y por otra parte lo puebla con ‘hombres’ y ‘mujeres’ con pasiones, miedos, equivocaciones, emociones, sentimientos… con ‘hombres’ y ‘mujeres’ que tienden al bien pero también al mal… un mal que es inevitable (como el bien). Son opciones que están ahí. Elecciones. Bien y mal. Ahí reside el mayor logro de Darren Aronofsky: la caracterización y personalidad del héroe bíblico, Noé. Un hombre ‘iluminado’ que a través de una visión emprende una misión que termina obsesionándolo hasta el extremo de convertirle en una bestia paranoica. Noé, héroe y villano, magníficamente interpretada por una mole humana con rasgos de Russell Crowe.

Y es en esa complejidad del personaje de Noé donde Aronofsky atrapa (además de dar continuidad y sentido a su obra cinematográfica poblada de individuos obsesivos que llegan al límite y al extremo por ellas) y donde mejor se disfruta su película, de nuevo envuelta en un mundo visual del exceso y la belleza con una banda sonora envolvente. Personaje complejo que tiene sus huellas ilustres pero que fundamentalmente está dibujado en dos antecedentes: Allie Fox, padre de familia, ecologista, visionario… que emprende un viaje a la locura y al extremismo en su lucha contra el orden establecido arrastrando a su familia con él y cómo los miembros de su familia no tienen otra salida más que la rebelión. Allie Fox es el ‘héroe’ de la novela La costa de los mosquitos de Paul Theroux (llevada al cine por Peter Weir en 1986 con un guion de Paul Schrader). Y en el mundo del cine clásico nos vamos a un western de John Ford y a un personaje obsesivo (pero redimido, como Noé, al no poder llevar a cabo su ‘misión’), el Ethan de Centauros del desierto.

Darren Aronofsky además se vale de la fábula (y de la fuerza de la narración oral) y se toma ‘licencias’ (como la invención de personajes que no aparecen en la narración del Diluvio o dar más protagonismo a personajes que tan solo son nombrados en el relato bíblico) no sólo para realizar una interpretación acorde con el siglo xxi (el ‘discurso’ más evidente es presentar a Noé como un ecologista extremo que habla del cuidado de la tierra y de tomar sólo lo estrictamente necesario de los recursos naturales. Además de mostrar al hombre como único responsable de la destrucción de la naturaleza) sino para además abarcar con la historia de Noé otros relatos míticos del Antiguo Testamento que completan su trama. Así mientras las imágenes de Noé discurren siempre está presente el Paraíso del Edén, el pecado original de Adán y Eva, la historia de Caín y Abel  o el relato de Abraham e Isaac…, para quedar más que reflejado la complejidad del ser humano y como dentro de cada uno se manifiesta el mal y el bien, como dentro de cada uno está el héroe y el villano…


Noé es además de relato épico, de aventuras, magias y catástrofes, un retrato íntimo donde sus personajes arrastran sus tragedias personales y sus emociones o miedos más ocultos. Así Aronofsky deja dos momentos cruciales para escuchar una canción de cuna (compuesta por Patti Smith) que pasa de padres a hijos… que canta Noé a su hija adoptiva y después ésta a las nietas del patriarca. O refleja con cuidado y matices la relación entre Noé y su esposa Naameh o de éste con su hijo Cam. O también muestra una reunión familiar donde el padre, Noé, se convierte en narrador de fábulas alrededor de un fuego para tratar de explicar a su familia que van a ser los últimos habitantes de la tierra…

Isabel  Sánchez

viernes, 4 de abril de 2014

El hotel de los líos


En su continuo movimiento de rotación sobre su eje y traslación por la galaxia cinematográfica, el planeta Anderson describe una curva única que altera todo lo conocido. Después de la emoción, conmoción y asalto al músculo cardíaco que supuso Moonrise Kingdom, El Gran Hotel Budapest, la última criatura surgida en ese universo, es una vuelta de tuerca al viaje iniciático, una extravagante aventura protagonizada por un conserje de hotel gerontófilo y su aventajado pupilo, vestidos ambos con uniforme de imposible color magenta que, tan pronto corren en pos como huyen, de una singular herencia y las consecuencias de recibirla.

Alegre y vitalista, combinando cierta elegancia lubitschiana con el frenesí de los hermanos Marx, la película no encuentra momento para parar un minuto quieta. Hay diálogos, como el de Ralph Fiennes y Matthew Amalric en el monasterio que provocan la risa, no ya por lo que se dice, sino por el vertiginoso montaje. La cámara se mueve arriba y abajo, a izquierda y derecha o en diagonal… por esos cuidados espacios por los que avanzan los personajes que, a pesar de la hilarante premisa, se toman tan en serio como siempre en las historias de Anderson todo lo que ocurre y parecen cruzar los planos como calles entre viñetas de este cómic visual con ritmo de dibujo animado (esa persecución en la nieve, ese tiroteo en el hotel…) en contenido y en forma.

Y es que Anderson no dirige: juega y se divierte y que la diversión es una cosa muy seria lo transmiten sus películas y sus actores, dejándose arrastrar sin perder las formas en ningún momento. Ralph Fiennes, liberado de su habitual encorsetamiento, pone su perfecta dicción y su pose adusta al servicio de Monsieur Gustave, en una de sus mejores y más libres interpretaciones. No es el único, pero el reparto (y el término “habitual” se hace más extenso película a película) de El Gran Hotel Budapest es tan interminable como los detalles que salpican el metraje y que hacen desear un segundo visionado para atrapar los que se pierden en el primero.

Por si quedara alguna duda, estas líneas se escriben al amparo de la Sociedad de las Llaves Cruzadas, desde la recepción del Hotel Budapest mientras se degusta un exquisito dulce de  Mendls, y se disfruta del recuerdo de sus días de gloria. Teniendo en cuenta la luminosidad que ha ido adquiriendo su cine, cabe pensar que la órbita que recorre Wes Anderson discurre cerca del sol.


Ana Álvarez

miércoles, 2 de abril de 2014

KAMIKAZE




Antes de que las Galerías Velvet llegaran a nuestra pequeña pantalla, en TVE1 pudimos disfrutar de la dura y perdida mirada de Alex García como el marido de la heredera de los Almacenes Rivas. Aquí, como Slatan maneja esas profundas y también perdidas miradas convertido es un terrorista suicida del país inventado Karajistán invadido y destrozado por los rusos, de los que se quiere vengar haciendo estallar un avión que se dirige a Madrid. 


Alex Pina, que debuta como director en este film, gusta de escribir las historias más tristes de la forma más cómica y humana posible, y así lo ha hecho con mucho éxito como guionista y productor de series de gran audiencia como “Periodistas”, “Los Serrano”, o más recientemente “El barco”, o las películas “Fuga de cerebros”. En esta ocasión nos plantea una aproximación íntima a la figura del terrorista suicida, el drama familiar y personal que le ha llevado a tomar esa decisión tan drástica de acabar no solo con su vida, sino con las de otras muchas personas inocentes.


Hemos visto terroristas suicidas en aviones en United 93, o hasta en Airforce One o Con air, y por la comicidad del film, quizá surjan comparaciones con Four Lions.


El esfuerzo de Alex García con el acento ruso y en su interpretación solitaria e introvertida es notable, viviremos su posible transformación cuando el destino, en forma de tormenta de nieve no permitirá el despegue del avión, frustrando su plan y obligándole a convivir junto con las futuras víctimas en un hotelito de la montaña hasta que pase el temporal. Víctimas entre las que nos encontramos personajes muy tópicos, un reparto coral edulcorado a la medida de todos los públicos con valores tradicionales, como el argentino que no para de contar chistes para ganarse a los demás, un estupendo Eduardo Blanco, aquí en la piel de un vendedor de zapatos que promociona su marca vistiendo zapatos de mujer, “que son tan cómodos que hasta un hombre puede llevarlos”- y los lleva-; la viuda de vida difícil con vis cómica, una magnífica como siempre Carmen Machi, los españoles ruidosos, la pareja en su luna de miel, las trastadas de los niños, hay para todos, pero es que los españoles en el extranjero o en los viajes hacemos mucha piña siempre y acabamos haciéndonos amigos y compartiendo experiencias que hasta pueden ser inolvidables. Todos ellos se han ido sobreponiendo a las dificultades que han ido encontrando en la vida, y sacando fuerzas para aprovechar esas segundas oportunidades que aparecerán en forma de amor o amistad en un envoltorio cómico. La cinta tiene también tensión y peligro; acción y romance – aunque en mi opinión metido un poco con calzador aprovechando también la evidente química entre sus protagonistas, Alex García y Verónica Echegui, pareja en la vida real desde que se encontraron en “Seis puntos sobre Emma”. Como conclusión dejo uno de los chistes de nuestro argentino en cuestión: “¿Qué le dice un terrorista a otro?: Esto va a ser la bomba”.

Pilar Oncina