viernes, 23 de mayo de 2014

Retrato de la actriz como niña rica



"Un castillo en Italia" ("Un château en Italie", Valeria Bruni-Tedeschi, 2013)

La actriz Valeria Bruni-Tedeschi retoma en este su tercer largometraje la temática autobiográfica de su debut como directora (“Es más fácil para un camello…”, 2003). Terreno pantanoso el de abordar episodios de la propia vida, más aún si se es miembro de un linaje de larga tradición acaudalada. Entre los riesgos inherentes están la tentación de la autocompasión, la falta de honestidad y complacerse en problemas banales. Afortunadamente, Bruni-Tedeschi no vacila en mostrarse como una chica rica caprichosa, inestable, desquiciada y desquiciante, escindida entre una especial devoción por su hermano enfermo de sida, sus ansias de maternidad al lado de un Louis Garrel que también hace de sí mismo, y una problemática relación con la fe católica, mientras que su faceta profesional como actriz aparece de una forma muy tangencial, casi accesoria.
 
Escrita por Bruni-Tedeschi junto a la también actriz y directora Noémie Lvovsky y Agnès de Sacy, “Un castillo en Italia” es la tragicomedia de un año en la vida personal de su protagonista, si bien existe una decantación del tono hacia la comedia satírica. De hecho, hay algo de screwball comedy norteamericana de los años 30 en el retrato de esta familia en declive patrimonial, más acusado en la caracterización que dibuja Bruni-Tedeschi sobre ella misma, con toques de millonaria excéntrica a lo Carole Lombard o Katharine Hepburn. El retrato de familia, en el que brillan Filippo Timi como el hermano moribundo y una sensacional Marisa Borini haciendo de la madre, la propia Marisa Borini, se completa con unos secundarios muy bien dibujados a partir de unos pocos trazos: desde el amigo de la familia alcohólico y sableador que encarna el director Xavier Beauvois hasta el kaurismakiano André Wilms como un trasunto de Philippe Garrel, pasando por los miembros de la servidumbre.
 
La transición de un tono a otro no siempre está resulta de la manera más fluida, pero hay un trabajo magníficamente sutil con la cámara y no son escasos los momentos cómicos tratados con gran brillantez (cf. la discusión entre Louis Garrel y su padre después de que aquel descubra la relación pasada de este con Bruni-Tedeschi; el delirante episodio con la monja napolitana; Garrel escapando de un rodaje vestido de mujer al compás de la suite “Iberia” de Albéniz, momento casi almodovariano).
 
La autora ha invocado el referente de “El jardín de los cerezos” de Anton Chejov en el origen del proyecto, en especial en lo tocante al simbolismo que adquieren el nuevo uso del castillo familiar y la tala de un viejo castaño como ocaso de una cierta aristocracia europea. Si bien la última pieza teatral del escritor ruso era, como en cierto modo “Un castillo en Italia”, una farsa habitada por personajes bufonescos, aquella rezumaba una aguda tristeza definitivamente atenuada en la película de Bruni-Tedeschi.
 
Javier Valverde
 
 

lunes, 19 de mayo de 2014

Rompenieves, los raíles torcidos de Bong Joon-ho



Año 2031. Un tren recorre el planeta cargado con el último vestigio de la especie humana. Diecisiete años antes, la lucha contra el calentamiento global desencadenó una serie de consecuencias imprevistas. La superficie terrestre se heló. La vida que una vez habitó la Tierra... desapareció. Sólo unas decenas de personas lograron escapar del Apocalipsis a bordo de este arca mecánica en la que el director coreano Bong Joon-ho sitúa Rompenieves, su primera película rodada íntegramente -¡o casi!- en inglés.



A pesar de la premisa, el cambio climático (que esta misma semana ha vuelto a ocupar titulares por la publicación de diferentes informes que alertan sobre la urgencia de tomar medidas para frenar las emisiones de gases de efecto invernadero) no es el tema con el que Joon-ho trata de despertar nuestra conciencia. O, al menos, no es el único. 

Trasladando el devenir de la sociedad capitalista a los vagones de un ferrocarril que avanza sin freno hacia su futuro, el cineasta invita a que el espectador reflexione sobre la desigualdad entre clases, la explotación infantil, la connivencia política y (quizá el interrogante más potente de los que plantea) la existencia o no de alternativas a la marcha de esta gigantesca maquinaria de la que todos formamos parte.

Basado en el cómic francés Le Transperceneige, de Jacques Lob y Jean-Marc Rochette, Rompenieves (un desafortunado título que no hace justicia a esta película) es el proyecto cinematográfico más caro de los afrontados  hasta la fecha por Bong Joon-ho: unos 40 millones de dólares. Para esta producción el director surcoreano ha contado con un excelente elenco internacional, con actores como Chris Evans, John Hurt, Jaime Bell, Ed Harris, su actor fetiche: Song Kang-ho (con quien también trabajó en Memories of murder y The host, por ejemplo), Tilda Swinton y Alison Pill, entre otros. 

A pesar de su vocación internacional, la cinta sangra en coreano. Por ejemplo, la truculenta escena del combate con las hachas recuerda, por momentos, al famoso plano secuencia en el que Chan-Wook Park presentaba al protagonista de la película Oldboy empuñando su martillo en un pasillo. Joon-ho también se permite la licencia de que sea Minsu (el papel interpretado por Song Kang-ho) el único personaje que no se comunica en inglés, sino en su lengua natal. 

Cada vagón del tren, cada estrato social del que estos personajes forman parte, está representado con su propio juego de luces, sombras, colores y musicalidad. No hay dos segmentos iguales, del mismo modo que la realidad social es diversa. Con todo, la complejidad y belleza de esta película no reside tanto en los herméticos compartimentos de la máquina, como en la naturaleza que lo mantiene en movimiento. Ese espíritu humano que, a ojos del director, es desleal, codicioso, corruptible, egoísta e inmisericorde. La lucha por sobrevivir mueve al ser humano a cometer atrocidades contra los más débiles. Y aquí viene la bofetada de realidad, porque la miseria moral no entiende de villanos ni de héroes, sino que aparece cuando el individuo se ve amenazado por sus circunstancias sociales. De este modo, el líder que presenta Bong Joo-ho no es un héroe clásico, sino un personaje anónimo que actúa movido por la culpabilidad. La culpabilidad y la responsabilidad de su propio destino. Que es el de todos nosotros.

Tamara Vázquez

sábado, 17 de mayo de 2014

Una noche en el viejo México, Emilio Aragón (2014)

 

Aquí sigo... (This cowbow ain't done yet)

“¡Es tu reloj, sí, pero es mi tiempo joder, es el poco tiempo que me queda, déjame disfrutarlo!“ – le recrimina Red a su nieto Gally. 

Red Bovie (un espléndido Robert Duvall, quien parece haber envejecido solo para protagonizar este film) es un vaquero que pierde su rancho y cuya último hogar puede ser una caravana en un trailer park. Frente a esa horrible perspectiva de futuro, se aferra a su Cadillac y derrapando sale a toda velocidad en dirección a México donde espera vivir su última aventura. Viaja acompañado de un nieto al que acaba de conocer, Gally (Jeremy Irvine), un veinteañero de ciudad que compra su traje de vaquero en el aeropuerto, incluido un falso sombrero que sacará de quicio a su abuelo durante todo el viaje.

En este camino de iniciación para Gally o nostálgico para Red – buscando ganarle la partida al destino, o la muerte-, cargado de segundas oportunidades para ambos personajes a la deriva, encontraremos todos los ingredientes de un western moderno al sur de la frontera: alcohol, putas, drogas, traficantes, mariachis, tiros y sombreros.

La acción se desarrolla en el día de los muertos, en un ambiente festivo en el que nuestros protagonistas, por casualidad, suben en su coche a unos autoestopistas que llevan una mochila llena de dólares de un alijo de drogas robado y que acaban quedándose. Perseguidos por dos mafiosos, uno local, Joaquin Cosio, y otro llegado de Texas, Luis Tosar (al que ya vimos haciendo un papel similar en “Miami Vice”, aquí mucho más interesante aunque sin duda de menor repercusión internacional), recorrerán las calles mexicanas primero como dos turistas gringos, luego como dos turistas gringos ricos y finalmente como dos forajidos luchando por sus vidas.

Visitan burdeles, bailan con sus prostitutas y se emboban con Patty Wafers (Angie Cepeda en un papel clásico de perdedora con un gran corazón), una cantante que realmente vive de enseñar las tetas a los gringos borrachos en un club,  y quien acaba ayudándoles al sentirse atraída por nuestro anciano vaquero.

En este western crepuscular Emilio Aragón nos plantea qué hacer con nuestros mayores, una gran pregunta de nuestra sociedad actual. Esta es su segunda película tras “Pájaros de papel”, aunque en esa ocasión el guión no es suyo, sino de William D. Witliff, tejano conocido por escribir “Leyendas de Pasión” o “La Tormenta perfecta” entre otros, amigo de Duvall. La película está bien dirigida, con un arranque prometedor, pero va perdiendo fuelle y volviéndose poco creíble conforme nos acercamos al final de la misma. Duvall está estupendo y Aragón le deja hacer. 

Emilio Aragón y Julieta Venegas escribieron la canción que da título a esta crítica “Aquí sigo”, que empieza así:

Aunque la realidad sea un cuerpo cansado
No quiera moverse ya, teme tanto al dolor
Y a la soledad
Mi corazón dice no, esto no es verdad
Late sin cesar, casi quiere volar
Y gritarte
Aquí sigo, me siento tan vivo
Aún tengo tiempo para perder
Puedo ser mejor, solo quédate conmigo
Puedo ser mejor contigo aquí...

Pilar Oncina


jueves, 15 de mayo de 2014

EL PASADO SIEMPRE VUELVE (IDA, Pawel Pawlikovski, 2014)




A medida que el tiempo de nuestras vidas avanza, siempre acabamos −personas y personajes− teniendo que ajustar cuentas con el pasado. El tiempo vivido, desconocido, enterrado o meramente olvidado suele ser, ya sea en la realidad o en la ficción, un motivo de conflicto o el conflicto mismo, porque la búsqueda de la identidad ha de pasar, inevitablemente, por la vuelta al origen, por el retorno al pasado.
La protagonista de Ida, Anna –la debutante Agata Trzebuchowska− es una novicia adolescente y huérfana a punto de tomar los votos en un convento  de clausura de la Polonia de los años sesenta. Su superiora le encomienda la tarea  de saber quién es realmente, antes del compromiso vital que está a punto de adquirir. Obediente, entra en contacto con su tía Wanda, el único familiar vivo que le queda, quien hasta ahora la ha ignorado.
Aunque inicialmente parece que es Anna la protagonista de la peripecia, pronto el espectador se deja llevar para descubrir junto a ella −a través de su inocente mirada−el pasado de la difícil tía Wanda, una mujer refugiada en el alcohol, seguramente por su incapacidad para afrontar los hechos terroríficos sucedidos en un país que pasó primero por la guerra y después por el estalinismo.
El director polaco Pawel Pawlikovski ha elegido el blanco y negro para su tercer largometraje, formato idóneo para abordar el pasado y para transmitir la austeridad del ambiente en el que se mueven los personajes. Ha optado, además, por una puesta en escena en la que resultan muy llamativos algunos planos que recuerdan a un lenguaje pictórico especial, en el que los rostros de las figuras animadas –Anna y Wanda–no suelen estar en el centro de la composición, sino cerca de los márgenes inferiores y laterales, por lo que es el fondo lo que adquiere, aparentemente, toda la importancia: espacios y estancias con pocos objetos, exteriores gélidos y nevados, interiores conventuales, escenarios de la austeridad y de la insatisfacción que ha llegado hasta el presente como consecuencia del pasado inexistente o sepultado.  
Pero para Anna el viaje no solo servirá para encontrarse con el pasado familiar, sino también para transitar otros caminos  de aprendizaje  necesarios antes de tomar su decisión final: la vida extramuros o la clausura.


Estela Salazar

Hasta que la muerte nos separe


La naturaleza del amor es tan desconocida como los resultados del propio enamoramiento, capaz de las más conmovedoras gestas y las más terribles afrentas. Alain Guiraudie en El desconocido del lago ofrece una radiografía minuciosa y nada benévola del abismo al que conduce la búsqueda desesperada de tan codiciado sentimiento a través de repetitivos encuentros fugaces que ansían aliviar la amarga soledad por medio del contacto carnal.

En la tranquila orilla de un idílico lago semioculto unos mismos personajes de los que no sabemos más que llegan allí día tras día para despojarse de sus ropas y sus vidas y disfrutar de la desnudez al sol, nadar, y de paso mantener encuentros fortuitos que no necesitan justificación, se levanta una historia de amor que aúna pasión, amistad, crimen y sexo. Alain Guiraudie, con un espectacular sentido de la atmósfera, no sale de este pequeño microcosmos para contarnos la historia de Franck, un treintañero que acude al lago al calor del sol y del sexo. Allí establece una relación de amistad con Henri, un hombre solitario y de buen corazón que pese a buscar cariño y atención no puede si no permanecer alejado del resto de los bañistas y la dinámica sexual que allí acontece, pero será el poderoso físico del atractivo Michael el que se convierta en el oscuro objeto de deseo de Franck.

La capacidad de observación casi documental de Guiraudie apuesta por un naturalismo extremo que evoca a Éric Rohmer  o Jean Renoir, dando a cada plano un sentido pictórico a través del color y la composición. El rumor de las hojas agitadas por el viento, única banda sonora acompañada en ocasiones por el fluir del agua o de los cuerpos en este rincón de plácidas rutinas, nos va aproximando a una historia que nos hace sentir como uno más de esos voyeurs que mueven las ramas de los árboles en búsqueda de genitales, eyaculaciones y feromonas.

Si La vida de Adèle mostraba una exploración romántica del deseo, El Desconocido del Lago, estrenada también en el pasado festival de Cannes donde se alzó con el premio a mejor dirección en la sección Una Cierta Mirada, apuesta por una historia que apela al amor irracional, carnal, y hedonista.

En este ejercicio sincero y convulso hasta el dolor, Guiraudie sabe extraer el horror de la sordidez del sexo más estéril dejando al descubierto las antinomias íntimas de un personaje dispuesto a no querer ver el crimen de su objeto de deseo con tal de agarrarse a un minúsculo filamento emocional que alivie una carencia afectiva más dolorosa que la propia muerte.

Sin embargo la historia como thriller no termina de zarpar y son varias las historias que se quedan estancas en las aguas del lago. El espectador se aleja de los arbustos y la maleza para buscar la médula de la historia de amistad entre Franck y el entrañable Henri con los que no acaba de dar.

La tragedia de Franck es la tragedia universal del miedo a la soledad absoluta y Guiraudie nos hace meditar sobre ella a través de los engranajes del amor y sus difusas fronteras, sin juicios, sin convencionalismos, sólo a través de una coreografía de miradas, movimientos y encuentros convenidos.

Marta Alonso

martes, 13 de mayo de 2014

10.000 noches en ninguna parte de Ramón Salazar


… hace apenas unos meses se estrenaba en las salas de cine un remake de La vida secreta de Walter Mitty, una adaptación muy libre por parte de Ben Stiller de un relato de James Thurber. En el cuento, Walter es un hombre gris de clase media que sólo puede escapar de una vida mediocre a través de sus sueños donde es un héroe que vive un sinfín de aventuras. Thurber planteaba la alienación de la clase media a una vida sin alicientes. Pero también hay vidas de personas emocionalmente quebradas que tan sólo tienen una posibilidad de huida y de superar sus miedos…: los sueños que permiten vidas paralelas. Y estas vidas paralelas se convierten en necesidad vital para la supervivencia. Así el protagonista sin nombre (Andrés Gertrúdix) de 10.000 noches en ninguna parte (título evocador) encuentra una vía para no terminar quebrándose del todo: crearse vidas paralelas y en esas vidas, tomar vuelo, viajar.  

Ramón Salazar empieza su arriesgada propuesta con una cena improvisada y feliz donde cuatro personajes hablan, se interrumpen y comen. Ahí dan dos claves sobre el personaje principal: sus ojos como faros, que todo lo ven… incluso más allá (y Gertrúdix posee unos enormes ojos de mirada especial) y la posibilidad de otras vidas o reencarnaciones.

La realidad fracturada del personaje principal, un joven de 27 años, y sus dos vidas paralelas transcurren en tres ciudades europeas: Madrid, París y Berlín. Y cada ‘espacio’ tiene un significado. Un Madrid monótono, frío y gris donde un joven atormentado vive su monótona vida, solitario y aislado. Del trabajo a casa, de casa al trabajo (en un parking retirado). Su soledad es interrumpida continuamente por una madre alcohólica y autodestructiva y una hermana tocada y fracturada. Y esa madre provoca la deriva en la vida de sus hijos y en la suya propia. Madre castradora y frágil (conmovedora y compleja Susi Sánchez). Una madre que exige la protección por parte de sus hijos y que los marca con sus vaivenes… El hijo prefiere practicar el mutismo y el enterramiento de la memoria pero su fragilidad le lleva al borde del abismo, a un dolor insoportable. Busca aferrarse a un gesto o a una palabra de la madre que desgarra con sus zarpazos y gritos-martillo…

París significa juego y luminosidad. Recuperar a una amiga de la infancia (Lola Dueñas), un recuerdo agradable. Carreras, objetos mágicos y escucharles, hablar con los muñecos rotos y con las tumbas para averiguar qué historias esconden, aprender a nadar, tirarse por un tobogán, enfrentarse a la vida sin miedo y sin límites. Sentirse cuidado y protegido. Poder comunicar tus inquietudes, mostrarte empequeñecido y asustado, temblar, pero saber que hay una mano que te empujará a subir escaleras y torres, a no parar nunca. Llorar sin sentirse culpable.

Berlín significa experimentar, amar, sentir la sensualidad y la creatividad…, formar parte de un grupo humano, amistad (Najwa Nimri, Paula Medina, Manuel Castillo). Liberar una sexualidad atrapada con alegría, sin tabúes, sin vergüenzas. Compartir confesiones y dolores. Aprender, conversar. Recuperar una adolescencia eterna que se escapó en el camino.

Al igual que sus personajes se tiran por el tobogán parisino, a ritmo de Claro de Luna, Ramón Salazar se tira también con su película y se desliza sin temor alguno. Asume riesgos al hacer volar a sus personajes, sin miedo al exceso o al ridículo y consigue no caer nunca en ambos adjetivos, se mantiene siempre en un acertado borde. Así compone un puzle de imágenes sugerentes y se rodea de un elenco de actores que arriesgan al límite y en caída libre. Y para poder volar sin ataduras…, el director ha necesitado más de tres años para completar y poder levantar su obra. Salazar mezcla el melodrama familiar trágico con el relato vital y luminoso de una pareja que no deja de jugar, aderezado de una amistad libre de ataduras. Pero todas las vidas paralelas cuentan con luces y sombras… que se van transmitiendo a través de los ojos como faros del protagonista y de las bocas de las mujeres que marcan su vida.

10.000 noches en ninguna parte sufre la metamorfosis de una mariposa gigante… De un gusano que se arrastra (Madrid) a un capullo protector (París) hasta una mariposa libre pero con caducidad efímera (Berlín).

Isabel Sánchez

viernes, 9 de mayo de 2014

Hay que (intentar) vivir



En marzo de 1939 el primer prototipo del Mitsubishi A6M Zero, conocido simplemente como “Zero”, superó las pruebas de vuelo. Los Zero se hicieron dueños del aire a principios de la Segunda Guerra Mundial y protagonizaron el bombardeo de Pearl Harbor. Aún después de quedar obsoletos nunca se los sustituyó completamente y en su última época se utilizaron en los ataques suicidas de la aviación japonesa.

Al final de la última película nacida en el Studio Ghibli, el ingeniero creador de los Zero, caminando entre esqueletos con alas de metal, se lamenta de que ninguno volviera a casa.

Hayao Miyazaki, en la película más realista de su carrera, muestra su alma de ingeniero y su amor por el vuelo adaptando su propio manga, Kaze Tachinu, sobre la vida de Jiro Horikoshi al que la miopía impidió ser piloto y cuyo genio llevó a su país de la cola a la cabeza de la aviación mundial.

Miyazaki ya disfrutó desplazándose por los aires en El castillo en el cielo o El castillo ambulante o la inevitable referencia que supone Porco Rosso y, convierte el espacio de los sueños en el lugar de encuentro entre Giovanni Battista Caproni, el pionero italiano de la aviación (en la base de la película sobre el cerdo piloto) y el  “muchacho japonés” a sabiendas de que ambos son soñadores diurnos. Los peligrosos que diría T.E.Lawrence: los que viven su sueño con los ojos abiertos para hacerlo posible.

El viento, esa mano transparente que sólo adquiere solidez cuando choca con los objetos, es el alma animada de la película. Y se percibe casi en cada imagen. Las técnicas se emplean para recordar lo básico: que todo parte de una mano maestra con un lápiz. No hay brillos en los fuselajes, ni terceras dimensiones, ni cada cabello se mueve independientemente. Pero en medio de paisajes de rabiosos verdes y azules o plúmbeos grises de fábricas y metal, El viento se levanta y mueve la hierba y empuja las nubes, agita la ropa y revuelve los cabellos. El viento roba los sombreros y juega con ellos como el destino jugará con los corazones de Jiro y Nahoko en su trágica historia de amor. Nahoko, hermosa como el viento. Nahoko, el viento bajo las alas de Jiro, tan bonita bañada en una luz mágica la noche de su boda.

El viento arrastra las pavesas encendidas en la impactante escena del terremoto después de que la tierra brame y se alce en olas destruyendo la ciudad a su paso. El viento rompe en pedazos las criaturas que nacen en los hangares y osan intentar remontarlo mientras se quejan y tabletean y rugen motores con voces inequívocamente humanas.

No hay un guión ligero que acompañe los dibujos para que lo padres se lo pasen bien. El espectador de El viento se levanta tendría que salir de su proyección más triste pero también más sabio. Hayao Miyazaki se retira del cine y muestra una vez más su técnica virtuosa y su humanismo con un conmovedor drama histórico y biográfico, no exento de polémica. Un canto a lo hermosa que es la vida aunque duela y a los sueños, aunque estén malditos.


Ana Álvarez

miércoles, 7 de mayo de 2014

La vida inesperada, Jorge Torregrossa (2014)



Españoles por el mundo


Colacao, jamón serrano, galletes príncipe y otras viandas típicas españolas desembarcan en la gran manzana transportadas en la maleta de uno de nuestros protagonistas (un magnífico Raúl Arévalo) - como en la de cualquier compatriota que visita a otro fuera de España-, en este caso, uno que se va a quedar un mes en casa de su primo.  El neoyorquino de adopción, Juanito (un estupendo Javier Cámara que nos muestra orgulloso los frutos de las clases de inglés que recibió en Nueva York hace unos años- imprescindible ver la cinta en VO-, al tiempo que coincidió con Elvira Lindo, guionista del film, y empezaron a fraguar este proyecto) le ha pedido antes de su llegada al apartamento, que le evite las reflexiones que ya le han hecho todos los españoles que le han visitado: sobre la mala comida americana – de la cual luego se pondrá ciego-, o sobre lo sucia que es la ciudad, etc., porque ya lo ha oído todo, que se lo ahorre."Cinismo típico neoyorquino".


Así empieza el segundo largo del alicantino Jorge Torregrossa (“Fin” fue el primero), mostrándonos a dos primos, en clave de comedia amarga, que no se conocen realmente, un triunfador al que todo le va bien, y lo cuenta, y que con la excusa de pasar unas vacaciones allí, viene a la gran urbe decidido a buscar otras posibles oportunidades u otra dirección en su vida. El otro primo es el que se está matando por conseguir su sueño de ser actor, pero tras 10 años, sigue sin conseguirlo y sin perspectivas de hacerlo; malvive de trabajo en trabajo, un poco amargado, pero por rutina o porque no sabe hacer otra cosa, no se rinde y continúa sabiéndose un perdedor. 


El otro protagonista de la cinta es la ciudad de Nueva York, una ciudad retratada, en palabras de su director, más como en las películas de Neil Simon (Descalzos en el parque), que en las de Woody Allen, una ciudad en la que no predomina el lujo en la vida de sus protagonistas, pero que aparece muy bien fotografiada, con mucha elegancia y ritmo. Acompañamos a sus actores a la carrera, como unos neoyorquinos más, por las calles del Sur de la isla de Manhattan, calles un poco más desconocidas, pero aún así, fácilmente reconocibles. La única pega que pongo a estas bellas imágenes es la música, que me parece más sacada de un cuento, con lo que espero más emoción y movimiento en cada escena. 


La química entre ambos primos en innegable y los diálogos de Elvira Linda, de trazos gruesos, a veces “almodovarianos”, sobre todo con la madre de Juanito- una estupenda Gloria Muñoz-, nos muestran las difíciles encrucijadas de los primos y las mujeres que aparecen en sus caminos, muy destacables todas ellas (Carmen Ruiz, Tammy Blanchard y Sarah Sokolovic), aunque las historias de amor que surgen no sean del todo acertadas o creíbles.


La vida en la gran manzana no es fácil, las anécdotas y los tópicos de los americanos son mayoritariamente ciertos, confirmados por su director que vivió allí varios años y por la guionista que todavía reside en la isla parte del año. Estos sueños no son solo necesariamente los de alguien que vive fuera, pueden ser perfectamente los sueños incumplidos de cualquiera, que no es capaz de aceptar la realidad en el formato en que se presente. Cuando vives fuera, nunca cuentas toda la verdad de tu situación a los tuyos, y ellos, en general, idealizan tu vida, como dice el primo: “si tuviera dos vidas, una la viviría como tú”. 

Pilar Oncina

lunes, 5 de mayo de 2014

The Innkeepers



Mirándolo desde un punto de vista extremadamente general, podríamos dividir en dos las estrategias que pueden adoptar las películas de terror. Por un lado estarían las películas de sustos, que en muchas ocasiones deciden optar por una autoconsciencia cómica y por el otro las peliculas de atmósferas o ambientes, que muy posiblemente acaben desembocando en dramas psicológicos. Incluso adoptando una mirada tan simple y tópica como esta sería muy difícil decir a qué corriente pertenece Ti West. El director de terror americano, muestra con cada película realizada una personalidad carismática y una autoría que se compone desde influencias de otros directores (no necesariamente de terror puro) hasta un uso de un metalenguaje un tanto críptico. ¿Es The Innkeepers una película de sustos, una película de ambientación terrorífica, o es una combinación de ambas? Probablemente no es nada de eso. Con The Innkeepers West parece reflexionar sobre algo que podría aplicarse a todo género de cine pero que quizás en el de terror tiene un alcance mucho más visible: no hay nada más importante para que una película funcione, que que el espectador desee que lo haga. 

Esa especie de Very Bad Things terrorífico, que creó Eli Roth con su exitosa Cabin Fever parecía ofrecer una distancia irónica hacia el género de terror adolescente. Sin llegar al extremo de The Cabin in the Woods, la película del director, guionista, actor y amigo de Quentin Tarantino, parecía ser una especie de ejercicio efectivo que no dejaba de mostrar cierta condescendencia al género. Cuando Ti West se encargó de adaptar la segunda parte, pareció escribir la respuesta que ese género podría ofrecer a Roth. West (por lo visto, hasta donde pudo) creó una comedia juvenil romántica que abruptamente se veia interrumpida por un género ajeno: el de terror. Como si la secuela devorase a una pelicula diferente, los personajes de Cabin Fever 2 incluso llegaban a desaparecer en el epílogo del film. The Innkeepers es una muestra más del respeto que parece pedir West hacia este género. Sara Paxton se encarga de interpretar a Claire, dotándole de una inocencia casi infantil, una joven que parece desear ser protagonista de una película de miedo. Ésta acabará dándose cuenta de la verdad que esconde ese proverbio chino que defiende que hay que tener cuidado con lo que se desea. Esa ingenuidad que caracteriza a este personaje parece conjugarse con cierta ironía que podría equipararse a la que mostraba Eli Roth a la hora de escribir Cabin Fever. West parece castigar ese sarcasmo fabricando la pesadilla en la que se verá inmersa Claire. La pregunta es, ¿hasta qué punto esa pesadilla es real? De la misma manera que cuando Claire se pone los cascos, oimos lo que ella oye, es de suponer que en todo momento vemos lo que ella vé. No necesariamente lo que nosotros veríamos en su situación.  

¿Qué pasaría si durmiésemos un día en las camas del Hotel Overlook? ¿Cómo pasaríamos una semana viviendo en el piso en el que se rodó El quimérico inquilino? ¿Hasta qué punto nos haría la autosugestión pensar que ese ruido que acabamos de oir, en lugar de ser los muebles de casa crujiendo son un ente maligno que desea apropiarse de nuestra alma? The Innkeepers se hace eco de los constantes debates que se dan cada vez que alguien hace una reflexión ligeramente esotérica. ¿Es posible morirse de miedo? El clímax de la película no termina de resolver todas las dudas aunque su plano final tiene apariencia de respuesta. Si el vídeo que le pone el personaje interpretado por Pat Healy al inicio de la pelicula a Claire, es un plano fijo silencioso que se ve interrumpido por un grito fantasmal, la última secuencia del largometraje sigue una estrategia idéntica. Una puerta se cierra de golpe súbitamente. ¿El motivo? Si nos ponemos fantasiosos, una presencia fantasmágorica, si decidimos adoptar una perspectiva algo más realista, una ráfaga de viento. Que cada uno elija.

Aron Murugarren