domingo, 30 de marzo de 2014

Las aventuras de Peabody y Sherman

 
 
 
 
LAS AVENTURAS DE PEABODY Y SHERMAN
 
 Basada en la serie animada de tv de los años 60 “Peabody’s improbably history” en la que un perro brillante, Mr. Peabody, utilizaba una máquina del tiempo de su propia invención para enseñar historia a Sherman, su hijo adoptivo, Las aventuras de Peabody y Sherman arranca con una breve presentación en la que el protagonista enumera sus logros científicos, intelectuales, deportivos y  personales, entre los que se encuentra el haber sido el primer perro al que se le ha permitido adoptar a un niño, ahora un preadolescente de aire desorientado, grandes gafas y buen carácter que le acompaña en sus viajes temporales, el primero de ellos al momento álgido de la revolución francesa de donde escapan, perseguidos por el propio Robespierre, al más puro estilo Indiana Jones. Cuando Sherman conoce a una jovencita avispada y entrometida en el instituto, no podrá evitar revelar el secreto del “Vuelveatrás” y ahí empezarán los problemas de este trío aventurero que viajará desde el Antiguo Egipto hasta - grave error - el pasado más inmediato provocando un peligroso desorden temporal que el genial can deberá resolver al tiempo que aprende, de la mano de su hijo, una importante lección vital.
 Rob Minkoff (responsable de “El rey León”) se sirve de la animación en 3D para actualizar el aspecto de los personajes televisivos, dotándolos de volumen, de colores vivos y de un movimiento más fluido pero perdiendo también el encanto del dibujo original con el trazo negro y sus colores desvaídos. Con un guión entretenido y un ritmo creciente, la película avanza hasta el clímax final, lleno de personajes reconocibles, guiños cinéfilos y sentido del humor.
 Al tono didáctico de la serie de tv se le añade una buena dosis de espectáculo y un mensaje de tolerancia (con ese amplio concepto de  familia) que hará disfrutar al espectador infantil y no aburrirá a los adultos.
   
 Almudena Ramos.
 

 

viernes, 28 de marzo de 2014

Chistes regionales


"Ocho apellidos vascos" (Emilio Martínez-Lázaro, 2014)

Los guionistas Borja Cobeaga y Diego San José, y el director Emilio Martínez-Lázaro impulsaron este proyecto tal vez alentados por el éxito internacional de la comedia francesa “Bienvenidos al Norte” (Dany Boon, 2008) y su  remake italiano (y geográficamente invertido) “Bienvenidos al Sur” (Luca Miniero, 2010). La idea de partida de las tres, la contraposición entre distintos caracteres y costumbres regionales o nacionales, es desde siempre territorio fértil para la comedia, aunque también vulnerable al imperio de toda clase de estereotipos.
 
Aquí la historia pone en escena a un joven sevillano (Dani Rovira) que viaja al País Vasco en pos de una chica donostiarra (Clara Lago), de la que se ha enamorado después de un fugaz encuentro en Sevilla. Allí sufrirá un inicial rechazo para enseguida verse involucrado en una farsa urdida por la chica, a la que su novio acaba de dejar plantada ante el altar, de forma que aquel se finja el novio, vasco de pura cepa, ante el padre de ella (Karra Elejalde), pescador de atunes de temperamento truculento ausente por mucho tiempo del hogar. Las situaciones girarán mayormente a partir del engaño al que se somete al padre de la novia, con incursiones del sevillano en el aberzatlismo, y con el desenmascaramiento siempre a la vuelta de la esquina.
 
Unas premisas a priori sabrosas, pero “Ocho apellidos vascos” está contada con pulso anémico, fundamentando su humor en exceso en los diálogos (con algunos chistes logrados y otros menos), y con escasa recurrencia a la inventiva visual. Se confía gran parte de sus bazas al juego actoral, donde el siempre expansivo Elejalde, en su rol de vasco rotundo, es el que tiene más oportunidades de lucimiento, si bien termina absorbido por la repetición y la falta de matices. Mientras que la gran Carmen Machi mejora su personaje, falta química entre Rovira y Lago, aunque quizá no sea tanto atribuible a sus intérpretes como a la dirección de actores.
 
Javier Valverde

Dans l'hotel


Si hay un momento en nuestras vidas en que sentimos que las cosas tienen un sabor tan serio que hacen quimérica cualquier existencia más allá de la nuestra propia es la adolescencia, no hay grises, no hay intermedios, todo resulta tremendamente definitivo y la película que creamos sobre nuestra vida parece imposible de ser vislumbrada por ningún esmerado director, o no,  porque para Ozon la adolescencia es un tema muy serio, y para la jovencísima y enigmática Marine Vacth también. Joven y Bonita es la historia de su despertar a la edad adulta a través de cuatro estaciones y cuatro canciones.

François Ozon retorna en Joven y Bonita a un tema recurrente en su cine, un protagonista venido a sabotear la plácida existencia de un elenco que se desestabiliza profundamente por la fuerza de este personaje principal. Si en su último trabajo, En la Casa, era un joven adolescente el agente provocador, en este caso se vale del deseo hacia lo desconocido de una ambigua e impresionantemente bella muchacha para agitar y derrumbar los cimientos de la clase media francesa desde un ángulo poco convencional.

Isabelle, contenida en los rasgos de una debutante Marine Vacth sin cuyo brillante protagonismo la película hubiese sido ciertamente mucho menor, esboza a través de miradas opacas y misteriosas la adolescencia, y no se lo toma a la ligera. Este complejo periodo lleno de frustraciones, contradicciones, siendo a la vez momento de experimentación y construcción de identidad la conducen a bucear entre sábanas de hoteles de lujo para acabar llevando una doble vida como estudiante de día y prostituta de noche. Nosotros somos testigos íntimos de esta sexualidad emergente llevando el ángulo del voyerismo de su previo trabajo a un territorio más sórdido pero sin caer en el erotismo vulgar porque la intérprete recubre su mirada con la ingenuidad suficiente como para escindir el deseo.

Al prostituirse, Isabelle sólo siente la necesidad visceral de hacerlo, es una decisión personal que no viene determinada por ninguna necesidad sexual, económica, o emocional, no hay presiones ni obligaciones, sólo el gusto personal por hacerlo, el saber que puede hace que no se excuse ni se explique, ni quizás precise conocer el por qué . Desconcertante cuanto menos al ser conscientes de que la joven supuestamente no parece hallar ninguna gozo al sexo que práctica o al dinero que acumula.

Ozon nos obliga a observar detenidamente a este opaco personaje para que nos cuestionemos si el acto de Isabelle es uno de provocación, de aprendizaje, hambre de experiencias, o una vía de escape como hubiesen podido ser alcohol o drogas. Las explicaciones posibles son tantas como las miradas al filme, pero la película y su director se esfuerzan en no dar respuestas. Es a nosotros a quien se nos invita a conjeturar sobre los motivos y el juego de contradicciones que sustentan el metraje, dejando por momentos a Joven y Bonita en un nivel tan superficial y contrariado como la misma adolescencia.

Lo ciertamente brillante de la propuesta de Ozon es su determinación de alejarse de cualquier juicio hacia la joven, abordando la prostitución sin ningún tipo de subrayado, sorprende esto al ser un tema que siempre ha estado dominado por acusaciones y valoraciones venidas de todos los lados.

En definitiva, Joven y Bonita no indaga en las causas del comportamiento caprichoso de esta joven de educación burguesa, si no que concede al espectador la oportunidad de asistir al coqueteo lujurioso y al recreo libidinoso de una adolescencia en descubrimiento donde la juventud y la belleza son las armas que dominan a la edad adulta, y de eso Isabelle posee de sobra.

Marta Alonso

jueves, 27 de marzo de 2014

MONUMENTS MEN




Pocos meses antes de que la Segunda Guerra Mundial llegara a su fin, surgió una preocupación  aún por resolver: la conservación del patrimonio artístico europeo, destruido, perdido o acaparado por los nazis en los territorios ocupados. Miles de obras artísticas  habían sido sustraídas de las colecciones privadas de  las familias judías que tuvieron que huir, con el fin de crear un  gran museo en honor de Hitler que nunca llegó a ser construido.

George Clooney, en su quinto largometraje como director, quiere recordar y homenajear a los Monuments Men, una brigada formada  por  expertos en arte que procedían tanto de Estados Unidos como de otros países aliados, cuya misión consistía  en  localizar las obras robadas para que fueran devueltas a sus propietarios. No fue una tarea fácil –algunos dieron su vida-  y puede además decirse que es todavía, a día de hoy, una tarea inconclusa, debido a que más de dos mil obras siguen sin estar en manos de sus legítimos dueños.


Si bien el tono de la película resulta poco arriesgado, a partir de lo que  narra se  nos puede presentar un interrogante: ¿realmente vale más una obra de arte que la vida de una persona? Clooney parece resolverlo cuando uno de los integrantes del grupo muere al intentar impedir que los nazis se lleven La Virgen de Brujas de Miguel Ángel de una iglesia. Incluso podría interpretarse que se insinúa algo más.  La muerte de Hugh Bonneville (actor británico que quizá algunos recuerden por la  popular serie  dramática Downton Abbey) llega a cobrar sentido; a través de una carta, descubrimos que el  propio  personaje la justifica como un acto heroico y redentor, capaz de limpiar su trayectoria decadente, manchada por el alcoholismo.


Este detalle, y otros, como el empleo de la música con fines melodramáticos, o el hecho de que las parejas  en las que se distribuye la brigada  no lleguen a funcionar  -a pesar de los actores que las conforman-, hacen que el espectador se sienta defraudado o meramente apático ante la propuesta, a pesar de las buenas intenciones.

Pero aún hay más. Hasta ahora la película de referencia para el asunto tratado había sido El tren (1964), de John Frankenheimer. En ella se nos contaba el duelo sostenido entre Burt Lancaster, Labiche -el pertinaz ferroviario francés que resiste-, y Paul Scofield, el obsesivo coronel von Waldheim, quien pretendía a toda costa sacar un tren cargado con obras de “arte degenerado” de Francia para llevarlas hasta Alemania, donde serían suyas. La pregunta antes aludida ya estaba: ¿merece la pena que tanta gente dé su vida por unos cuadros? Se respondía al final, junto a los cadáveres de los inocentes que el coronel había hecho situar en la cabecera del tren. El cínico von Waldheim  la planteaba para desesperar a  Labiche, viéndose ya  vencido, y venía a decirle que todo su denodado esfuerzo había sido inútil, porque el arte siempre iba a estar en manos de gente como él, perteneciente a la élite, y no en manos del pueblo, pese a que fueran ellos quienes habían  dado su vida por defenderlo.

Existen otros puntos que conectan y contrastan ambas películas. Se parte del mismo museo, el Jeu de Paume, lugar donde trabajaba la conservadora clave para salvar el patrimonio (Cate Blanchett en Monuments Men y Suzanne Flon en El tren). El filme de Clooney adapta una novela histórica bien documentada de Robert M. Edsel, por lo que hemos de suponer que lo que muestra es más o menos cercano a lo que sucedió; por su parte, El tren nace de un guion original (de Franklin Coen y Frank Davis) que fue nominado a los Oscar de 1965. No obstante, la ficción alejada de los hechos históricos  resulta más atrayente y poderosa. Clooney no consigue que sus personajes salgan de la mera corrección; él mismo interpreta a un George Stout repetitivo, impoluto y aparentemente idealizado para no estorbar, seguramente, su propósito inicial: realizar un homenaje patriótico, que no  llega a tener la sustancia  necesaria. En cambio, Labiche es inolvidable. Lleno de grasa y hollín.




Estela Salazar

lunes, 24 de marzo de 2014

The Woman


Una vez le ponemos nombre a alguien nos es muy difícil imaginar a esa persona con otro diferente. Nunca hemos visto a un Antonio con pinta de Gregorio. Cuando el cerebro humano relaciona un concepto con un nombre, imagen o valor es muy difícil que ése cambie sin que se produzca una ruptura fuerte en nuestra cabeza. Sin embargo en ocasiones se producen alteraciones que provocan pequeños estallidos en nuestro cerebro. El famoso, y ya convertido en cliché cómico, “pues en la escalera siempre saludaba" esconde detrás una verdad terrorífica y es que nunca sabemos del todo quién se esconde detrás de la apariencia de cada persona. Unos bigotes canosos pueden pasar de ser propiedad de un afable anciano austriaco a ser uno de los rasgos del temible monstruo de Amstetten. Lucky Mckee y el escritor Jack Ketchum unen fuerzas para contarnos esta historia (basada en una novela del segundo) protagonizada por la estereotípica familia americana ideal, que guarda más de un secreto en su jardín, en una película que decide mojarse y dar su opinión sobre asuntos muy complicados de los que hablar utilizando para ello convenciones del cine de terror. 

Un plano fijo que nos revela un estanque de agua situado en mitad de un bosque verde iluminado por una luz veraniega, estableciendo un punto de fuga propio de un improvisado jardín del Eden. De repente la irrupción de un cuerpo sucio con una gran herida en medio del torso parece chocar con la cámara y rompe la belleza del paisaje, monopolizando el plano. Esta alteración que produce un cambio súbito en la percepción del espectador no es algo nuevo en la obra de Lucky Mckee. Una constante en la obra del director de terror americano es esa: establecer que detrás de esos parajes soñados, luces fogosas y colores luminosos se puede ocultar el terror, algo que llevo a su maximo simbolismo David Lynch con aquella oreja en “Terciopelo Azul”. No hay más que ver “May”, “Red” (película en la que por razones aún desconocidas McKee fue sustituido en sus funciones por Trygve Allister Diesen) o la más oscura (estéticamente hablando) “The Woods” para descubrir que a McKee siempre le ha gustado combinar un estilo más propio del melodrama para narrar historias de miedo. Otro elemento diferenciador que también podíamos discernir en las tres películas antes mencionadas era las educaciones disfuncionales que recibían algunos de sus protagonistas. Hay que tener esto en cuenta para descubrir por qué “The Woman” es quizás la obra más redonda de Lucky McKee. La historia de una familia que decide encadenar a una mujer salvaje procedente de los bosques en una habitación tenía las características idóneas para el estilo de este director. Y sí, he dicho una familia, no el padre de una familia. Verlo de esa manera conllevaría perderse parte de la reflexión que la historia de Jack Ketchum trata de contarnos.  

A través de largos fundidos a negro, que dan la sensación de ralentizar el tiempo y canciones animadas que paradójicamente no contrastan demasiado con las imágenes de una familia completamente desestructurada, esta película galardonada con el premio a Mejor Guión en Sitges hace tres años, centra su mirada juiciosa sobre una familia compuesta por un padre maltratador, una madre maltratada, una adolescente que ha recibido abusos, un chaval cercano a la psicopatía y una pequeña inocente (que aun así demuestra su posible degeneración en su manera de devorar galletas). Contado de esta manera parece que estamos frente a una historia claramente destinada a satanizar la figura del hombre pero el mayor hallazgo del film se encuentra precisamente en que su mirada crítica está orientada tanto a las figuras masculinas de la película como a las femeninas. Más cerca de “Dogville”, “El Experimento” o (la también basada en una novela de Jack Ketchum, a su vez inspirada en hechos reales) “The girl's next door”, la película de McKee evita centrarse exclusivamente en la maldad de la figura paterna y el hijo que aplaude e imita sus gestos y decide, en su desenlace, mojarse y castigar tanto a los maltratadores como a los maltratados que (sean los sólidos que sean sus motivos) deciden aguantar ese maltrato. El único personaje que salva el film es el de la más pequeña y la razón de esto es exclusivamente que aun no puede razonar (y por tanto permitir/compartir) la situación en la que vive. O yéndonos a un plano mucho más general, también podríamos entender a esta familia como una representación de la sociedad en su totalidad, dejando maltratos, abusos, hombres y mujeres a un lado. Como nos revela el plano final de la película, aparentemente hasta un cavernícola podría enseñarnos lecciones de civilización.


Aron Murugarren
PELO MALO







(SPOILERS)

En un episodio del programa de temática musical Séptimo de Caballería, emitido a finales de los años 90, los presentadores preguntaron a Enrique Bunbury si era homosexual, a lo que el ex Héroe del Silencio respondió “y que si lo soy”. Es una respuesta genial y Pelo Malo acierta cuando toma una posición similar sobre el asunto. Nunca se llegan  a saber las preferencias sexuales de Junior (Samuel Lange Zambrano). Ni siquiera si nada de lo que hace o siente tiene que ver con la sexualidad. Eso no es lo importante. La idea fundamental de la película trasciende el caso concreto de la sexualidad. Es un relato acerca del egoísmo y del sometimiento de los deseos de los demás, especialmente de los niños, en favor de los nuestros.

Junior vive en un barrio humilde de Caracas con su madre y hermano pequeño. A veces, cuando su madre no tiene más remedio, lo deja en casa de su abuela. Tanto su madre como su abuela piensan que Junior puede ser homosexual pero ninguna de las dos valora este hecho tomando en consideración lo que quiere el muchacho. Ambas quieren obligar a Junior a hacer cosas distintas a las que quiere hacer. La película plasma esta idea de forma efectiva y los actores hacen una muy buena labor, lo cual es vital para que una película de este estilo funcione. El personaje de Junior y su madre están especialmente desarrollados, ambos con sus contradicciones. Su relación es compleja ya que Junior genera rechazo en su madre y el crío es combativo hasta el final para llevar a cabo una serie de deseos, con los que su madre no está de acuerdo. Pero la película deja muy claro que se quieren. Ese amor sutil, escondido detrás de cada acto, nunca revelado por las palabras, es la parte más hermosa de Pelo Malo. Aun con el egoísmo, los prejuicios y las dificultades, quizá haya una salida.

Pelo malo trata de hablar también sobre cómo afecta la sociedad a nuestros deseos. Tanto la moda y la televisión como lo que vemos a nuestro alrededor. Esta idea la engloba por ejemplo una amiga de Junior que quiere ser una “Miss” cuando su cuerpo no se ajusta a esos estándares de belleza. También el propio Junior renegando de su cabello porque le gusta más otro de un chico que ha visto. Sin embargo esta temática está algo menos desarrollada en la película. Menos lo está aún una tercera que podríamos llamar la temática social. Parece que la directora Mariana Rondón quiere hacer una protesta social al estilo de Fernando León de Aranoa pero este aspecto no queda muy claro. Es sin duda la parte más débil del film. Se nos muestran imágenes relacionadas con Chavez en la televisión y vemos por ejemplo, como la madre debe acostarse con el clásico jefe malvado para conseguir que le devuelvan su trabajo. Es cierto que todas estas escenas están también asociadas a la trama principal, pero en lo que respecta a lo social sólo queda claro que Venezuela está en una muy mala situación económica. Un mensaje simple que carece de reflexiones más profundas y por tanto resulta poco revelador e interesante.

Volviendo al tema principal, es interesante que el hecho de que no se respeten los deseos de Junior parece estar íntimamente relacionado con su edad. Quizá por eso se llama “Junior” y su hermano “Bebe” y sin embargo su madre y su abuela si tienen nombres. Se les niega una identidad propia por el hecho de ser niños.


Quiero pensar que el sometimiento final de Junior no es el final sino un paso más en la batalla que imagino será más cruenta cuando llegue a la adolescencia. Supongo que después Junior encontrará su nombre, se reconciliará con su madre y la protegerá cuando envejezca. Y quizá un día cenen juntos con la novia o el novio de Junior. Al menos espero que así sea. Y eso es lo mejor de Pelo Malo.

Jesús Mejía

¿Podrías amarme?


“En un país muy lejano había una gran ciudad a la que el floreciente comercio había hecho llegar la abundancia.”

“Había una vez un mercader muy rico que tenía seis hijos, tres varones y tres hembras (…)”
Así comienzan respectivamente La bella y la bestia de Madame de Villeneuve y de Madame Leprince de Beaumont, que fue la primera en versionar el relato recogido por Villeneuve relegando a ésta al olvido, pues fue su interpretación más corta, menos histórica y con más moraleja la que se hizo más popular.

En la última adaptación del cuento a cargo de Christophe Gans pueden buscarse tantas referencias como se quieran. No sólo Villeneuve o Beaumont, Disney o Miyazaki o Cocteau: hay ecos de la mitología, de relatos celtas y de otros cuentos, por ejemplo, La cierva del bosque de Madame d’Aulnoy (demasiadas “madames” en el universo del cuento francés como para que sólo se recuerden Perrault y La Fontaine). Pero sobre todo esto, la voz que suena con más fuerza, y así ha de ser, es la del propio Gans. Se olvida demasiado a menudo que los cuentos no deben leerse sino contarse, y que cada cuentacuentos aporta parte de sí mismo en su narración. Es por eso entre otras cosas, por lo que preferimos unas versiones a otras: por la voz que nos cuenta.

Entre los últimos acercamientos al érase una vez… quien esto escribe se descubre, mención aparte para Pablo Berger, ante Tarsem Singh que contó Blancanieves a su manera en Mirror, Mirror. Discutible quizá, pero genuina.

En esta última Bella y Bestia, su director reconoce y reafirma su origen literario de principio a fin, desplegando el libro ante el espectador y haciendo cobrar vida a sus ilustraciones… pero se adueña de él y ya desde la elección de actores lo aleja de lo popularizado. Léa Seydoux es una Bella más carnal que amante de la ilustración (¿hay acaso biblioteca en este castillo?) y Vincent Cassel lleva consigo en la vida real el título del cuento desde el inicio de su relación con Monica Bellucci. Actor sólido y de un atractivo sin desbastar indudable, no podría definirse, en palabras de las autoras mencionadas,  como el “joven más hermoso que el Amor” oculto bajo la Bestia.

No es tan importante la fidelidad o no a los orígenes cuanto, por ejemplo, la decisión de escamotear la presencia de la Bestia todo lo posible hasta que se la ve por completo, o la de que no haya “bondad en su corazón” que haga olvidar su aspecto. Que las hadas/luciérnagas o las criaturitas perrunas despierten ternura o antipatía no es tan importante como que la Bestia no vea a Bella sólo en el comedor, sino que se cuele en su dormitorio… que su pregunta no se repita en cada encuentro y que no sea si se quiere casar con él.

La película no es ni mucho menos perfecta, tiene aristas y en algunas partes más alejadas del cuento conocido, se desea volver a él cuanto antes, pero su belleza es poderosa y no es tan importante si todo está rodado ante un croma como las imágenes de las que se inunda (y la primera que acude a esta memoria es la persecución sobre el hielo) o la mágica banda sonora a cargo de Pierre Adenot, capaz de evocar el cuento cuando la pantalla está en negro.

Gans aloja el cuento en su terreno y los brillos están empañados, las estancias en penumbra, la niebla inunda los jardines y la Bestia no parece tener esperanza en volver a ser quien fue. Quién haya visto Crying Freeman (adaptación de un manga), El pacto de los lobos o Silent Hill (adaptación de un videojuego) reconoce su universo bello y decadente, inquietante hasta lo terrorífico, sombrío y melancólico, en el que la felicidad, si se atreve a aparecer, es renuente a quedarse: ¿alguien recuerda haber visto sonreír a los personajes de sus películas? ¿Alguien se queda a ver los títulos de crédito para leer que Bella y Bestia vivieron felices para siempre?

Consciente de sus defectos y amante de sus virtudes, a la pregunta de la Bestia que le da título, esta crónica responde que sí y, sean los que sean los reveses que sufra esta su última aventura, ojalá no haya que esperar otros ocho años a que Christophe Gans vuelva a ponerse detrás de las cámaras.


Ana Álvarez

domingo, 23 de marzo de 2014

Notas sobre “The Juan Bushwick Diaries” (David Gutiérrez Camps, 2013).


 
    1. Cine del (falso) yo. El primer largometraje de Gutiérrez Camps nos propone un diario ficticio de un cineasta norteamericano afincado durante una temporada en Barcelona, diario que Juan Bushwick (interpretado por Barry Paulson) acomete como un ejercicio de reflexión sobre las posibilidades de su oficio para registrar la propia vida. Y en ese registro no habrá jerarquías: cualquier cosa, incluso la más inane, por ejemplo agua hirviendo o el goteo de un grifo, será filmable.
     
    1. Mirar. Aplicar la mirada a todo cuanto nos rodea, a la realidad exterior o a lo que se esconde en nuestro interior, es la piedra angular del acto de filmar. Esto queda evidenciado desde el primer plano de la película, que nos muestra un ojo, el del protagonista, desenfocado hasta que el acto de rascárselo nos lo devuelve nítido. Es por eso que no hay momento más temible para él que su pérdida, expresado dicho miedo mediante ese sueño en el que se le desintegra un ojo al que han precedido imágenes de lava incandescente.
     
    1. La tensión entre el arte (el cine) y la vida. Quizá el tema más importante de un film muy rico en ideas: “No estoy acostumbrado a lidiar con mis emociones y el cine al mismo tiempo”, dice Bushwick. Tras un periodo de frustración sobre la marcha de su proyecto de diario fílmico, el protagonista conoce e inicia una relación amorosa con una actriz argentina (Andrea Carballo). El efecto beneficioso de salir con Andrea no tardará en llegar, Bushwick se reconcilia con su proyecto artístico, la frustración desaparece, pero las grietas surgen enseguida debido a su obsesión por filmarla constantemente y ella termina por dejarlo. A posteriori Bushwick llegará a la conclusión de que en realidad se había enamorado de una imagen. Su peripecia parece querer decirnos que el conflicto arte/vida es del todo irresoluble cuando la entrega del artista a su obra es absoluta.
     
    1. “Peeping Tom”. Juan Bushwick podría hacer suya aquella frase del protagonista de la obra maestra de Michael Powell “El fotógrafo del pánico” (1960) a propósito de una emoción que ha sentido: “No puedo describirlo, tendría que filmarlo”. La película de Powell también versa sobre la necesidad compulsiva de filmar y sobre las tensiones que esta obsesión provoca en la vida personal de sus protagonistas. Casualmente o no, ambas películas también arrancan con el primer plano de un ojo.
     
    1. Cómo filmar nuestras propias emociones. El largo fragmento del encuentro de Juan Bushwick con la fotógrafa Cristina Núñez (cuyos autorretratos en distintas etapas de su adicción a la heroína supusieron para ella una verdadera terapia), ilumina sobre ese aspecto fundamental del cine del yo, un género que como el autorretrato fotográfico o pictórico aúna autor y sujeto. La cuestión de cómo plasmar en la pantalla las propias emociones desde un trabajo de introspección, quedará bellamente planteada mediante esos planos en que un Bushwick tumbado entre un trípode y la cámara a ras de suelo se someterá a una sesión de retratos con Núñez.
     
    1. La importancia del sonido. Bresson escribió en una de sus “Notas sobre el cinematógrafo”: “El oído va más hacia el interior, el ojo hacia el exterior”. Lo que oímos, ahí incluidas las citas y meditaciones en voz alta del protagonista, tiene en “The Juan Bushwick Diaries” una importancia decisiva, dotando de un enorme sentido a las emociones y pensamientos del protagonista: una respiración, el goteo de un grifo, los pasos nerviosos sobre la tierra, el rumor de la lluvia como expresión del desánimo del protagonista, incluso los varios sonidos escuchados dentro de un túnel de lavado (un fragmento éste fascinante).
     
    1. Humor. Una ironía soterrada comenta en diversos momentos de la película la obsesión de Bushwick por filmar todo y a todos (“mi cámara te echa de menos”, le llega a decir a la chica argentina). Pero donde tal vez se evidencie más ese humor es en la relación del diarista con el otro gran secundario de la película, su amigo Pol, especie de oráculo al que aquel acude vía Skype en busca de consejo, un mentor indolente que fuma y bosteza como la oruga de “Alicia en el país de las maravillas”.
     
    1. Una conclusión ambigua. Unos enigmáticos planos de los ojos de Bushwick preceden al sostenido plano final: es de noche y se filma la puerta de un garaje, la cámara y el trípode proyectan su sombra solitaria sobre la puerta, como si hubieran quedado abandonados a su suerte. ¿Ha renunciado Juan Bushwick a continuar escribiendo su vida?.
     
     
    Javier Valverde

viernes, 21 de marzo de 2014

Emperador (Emperor, 2012) de Peter Webber


Uno de los testigos —que fueron entrevistados durante la investigación norteamericana sobre el papel del emperador Hirohito en la Segunda Guerra Mundial— dice al general Bonner Fellers (Matthew Fox) que no todo es blanco y negro sino que hay tonalidades grises. Y es que, últimamente, ésa es una frase muy empleada en el cine contemporáneo donde ya no están tan claras las fronteras entre buenos y malos…, y sí la zona de grises, lo ambiguo, las distintas posibilidades y posiciones para entender un acontecimiento…

Así Emperador trata de viajar por la zona de grises para reflejar un momento histórico interesante y no muy tratado en el cine norteamericano (este es un aspecto importante para analizar la película, que cuenta este acontecimiento desde una mirada occidental): el general MacArthur (Tommy Lee Jones), después de la derrota de Japón y de la ocupación norteamericana, tenía que decidir (con muy poco margen de tiempo) si se entregaba al emperador japonés para un juicio por crímenes de guerra y se le condenaba a muerte (con las implicaciones y consecuencias políticas y sociales que esto acarrearía en el Japón ocupado) o si se aliaban con su figura (y lo que representaba para el pueblo japonés, una figura distante y divina) a favor de una reconstrucción de un país arrasado y herido. Para realizar una investigación contrarreloj, MacArthur se apoyó en el general Bonner Fellers (uno de esos ‘héroes’ anónimos que puebla la historia y que actuaron en las sombras), un experto en cultura japonesa, que trata de reunir las pruebas suficientes para lograr exculpar al emperador de un juicio.

El resultado es una película demasiado correcta, fría y carente de emoción con algún que otro destello de interés. Una película sin alma que fluctúa entre el thriller, la investigación, la reconstrucción histórica y el drama romántico que tiene como escenario un Japón destruido por las bombas atómicas. Una película que al intentar transitar por la zona de grises se ha quedado de ese color. Y es una pena porque contiene elementos y momentos que la podrían haber hecho trascender y convertirla en una película apasionante.

La investigación y búsqueda del general Bonner Fellers se mezcla con otra investigación personal: el encontrar a una maestra japonesa con la que vivió una historia de amor imposible. El romanticismo de Emperador queda tan frío como la investigación histórica… Las posibilidades de esa segunda trama —regresando al argumento universal de Madame Butterfly: amores interraciales desgraciados de la unión de occidente con oriente— se diluyen en escenas preciosistas, olvidando la vena melodramática que no permite la corrección y la frialdad y sí el exceso y la transgresión. La corrección formal de Peter Webber a la hora de trasladar esta historia romántica impide que vuele hasta el delirio y la catarsis. Este delirio y esta catarsis sí que se conseguían en dos obras cinematográficas muy distintas pero que sin embargo se servían de este argumento universal para crear obras personales y muy interesantes. Una es un melodrama de los años cincuenta de Joshua Logan, Sayonara, donde planteaba dos historias de amor interracial entre soldados norteamericanos y mujeres japonesas y la otra es la bellísima pero a la vez incómoda M. Butterfly  de Cronenberg que cuenta la historia entre un diplomático francés y una diva de la ópera china. No obstante Emperador logra escenas formalmente impecables, y a punto de causar un efecto catártico, como la entrega al general Fellers de una caja de madera con las cartas que nunca le llegaron de la amada…

Respecto a la investigación histórica el momento más interesante (con varios matices y un atisbo de emoción e interés) es cuando se recrea, al final, el encuentro entre el emperador Hirohito y el general MacArthur. De este momento existe una fotografía que sustenta y testimonia este acontecimiento y que se ‘representa’ en la película. Hasta ahora la presencia del emperador ha sido tan sólo a través de lo que cuentan los otros personajes. Es una figura distante, esquiva, casi divina… De pronto esa figura esquiva se hace real y se vuelve humana, muestra sus zonas grises... Otra de las lacras de Emperador es el desaprovechar personajes y relaciones que están ‘dibujadas’ pero no desarrolladas como la relación que se establece entre el chofer y traductor japonés que se pone a trabajar al servicio del general Bonner Fellers.


Emperador no se arriesga y se queda en el terreno de lo correcto. A veces lo imperfecto ofrece obras cinematográficas más arriesgadas e interesantes con una mirada más personal.

Isabel Sánchez

jueves, 20 de marzo de 2014


UNA VIDA EN TRES DÍAS (Labor day)



La perfecta tarta de melocotón

La voz en off de Henry nos relata al principio de la película que la razón de la profunda tristeza que invade a su madre, no se debe al abandono del hogar de su padre, sino a que con dicho abandono, perdió también el amor, y de eso es incapaz de recuperarse.

Un caluroso día del fin de semana de “Labor day” del verano de 1987, Frank fuerza su presencia en la tranquila vida de Adele y Henry y termina convirtiéndose poco a poco en el hombre de la casa, tomando posesión de un hogar que funciona por inercia. Frank disfruta con las pequeñas mundanas tareas de una casa - quizá porque no las ha realizado en mucho tiempo-, como cambiar el aceite del coche de Adele, u otras pequeñas chapuzas; enseñar a jugar al beisbol a Henry y cocinar la mejor tarta de melocotón del mundo. Frank es un hombre siniestro y frío y a la vez cuidadoso y sensual, y sería el hombre perfecto con el que formar una familia, si no fuera porque se acaba de fugar de la cárcel.

Josh Brolin siempre será conocido por su papel en “Los Goonies” -al igual que Kate Winslet por el suyo en “Titanic”-, pero tardó más de 10 años en volver al cine sin mucho éxito y no fue hasta el 2007 cuando estrenó, junto con otras 3 películas más, la destacada “No es país para viejos” con la que le recuperamos para la gran pantalla; y hasta ahora que tras “Old boy”, espera el estreno de “Sin City 2”; aquí como Frank, nos demuestra que es capaz de ser bueno y malo en el mismo papel, en el trato que tiene con esta nueva familia cautiva en su propio hogar. Conquista casi sin querer a Adele, una Kate Winslet  con la que tiene una química evidente.  Winslet inició su carrera interpretando a una adolescente enamorada de una amiga cuya madre habían asesinado entre las dos, en la estupenda y terrorífica “Criaturas celestiales”; el listado de su filmografía es muy extenso, difícil de seleccionar unas cuantas, incluyendo también una serie para televisión, la magnífica “Mildred Pierce”.

Toda esta historia se narra de puertas hacia dentro, con un tratamiento intimista entre lo poético y lo cursi, a veces inverosímil. Jason Reitman abandona en este su quinto film su sarcasmo habitual de largos diálogos para centrarse en estos personajes solitarios que utilizan las miradas y los silencios para comunicarse, quizá porque su guionista no es Diablo Cody – con la que hizo “Juno” y “Young adult”-, sino que aquí adapta la novela homónima de Joyce Maynard.

Destaco por último a Gattlin Griffith, el actor que hace de Henry, el adolescente de 13 años que se esfuerza en hacer que su madre consiga superar su depresión, con quien el público se identificará por su dulzura e ingenuidad y los conflictos con los que se ve enfrentado en esta situación; Henry nos narra el film de adulto en la voz de Tobey Maguire.

No se observa el clásico “síndrome de Estocolmo” que se ve en algunos filmes del género de secuestros, ni en absoluto la violencia de otros. Aquí, estos 5 días de secuestro pasan muy despacio y esta historia es intemporal, podría haberse desarrollado incluso mejor en blanco y negro y en los años 50, saboreando una tarta de melocotón en un día pegajoso de verano.
Pilar Oncina