“Una familia de
Tokio” (“Tokyo kazoku”, Yôji Yamada, 2013)
Para la próxima
encuesta de las mejores películas que realiza cada década la revista británica
“Sight & Sound”, en 2022, quizás “Cuentos de Tokio” (1953) de Yasujiro Ozu
logre desbancar a “Vértigo” en la valoración máxima de los críticos de la misma
forma que esta última hizo con “Ciudadano Kane” en 2012. No en vano, en la lista
de los directores ya se encaramó al número uno frente al tercer puesto que le
otorgaron los especialistas.
Con estas credenciales,
las de una obra maestra en creciente consolidación, la más célebre y reputada
de uno de los corpus más personales y consistentes del cine, el reto de
un remake lo más fiel posible aunque trasladado al Japón de nuestros
días, adquiere los rasgos de una empresa entre la valentía y la temeridad.
El veteranísimo y
prolífico Yôji Yamada (81 películas a sus espaldas en 50 años de carrera), que
se formó en la productora Shochiku a principios de los años 60 y llegó a
conocer al maestro, ha eludido el mimetismo de un Gus van Sant ante “Psicosis”,
pero adoptando una actitud en esencia reverencial ante el clásico. No obstante,
además de su ambientación en el presente más inmediato, Yamada ha acometido diversas
variantes y acortado fragmentos en la historia del matrimonio mayor de provincias
que acudía a ver a sus hijos establecidos en Tokio, visita que desencadenaba
una serie de distorsiones en la cotidianeidad de estos que reflejaban la
evolución de las relaciones familiares y entre generaciones en el mutante Japón
de la época.
El resultado es una
película algo inconsistente, que no logra captar el tono espiritual del
original, en la que también el humor ha menguado (las encantadoras escenas del
balneario o de la borrachera en el film de Ozu resultan aquí anodinas). Y con
frecuencia se tiene la sensación de estar ante una mera ilustración, donde el
conjunto adquiere un cierto aire mecánico y los inconfundibles rasgos
estilísticos de Ozu pierden su significación y expresividad: la cámara a la
altura del tatami, los campos/contracampos frontales de personajes que miran de
una forma ligeramente oblicua, los objetos en primera línea de encuadre
interponiéndose entre los actores y el espectador, los planos vacíos de
personajes. Tomemos por ejemplo estos últimos y comparémoslos con el brillante
uso que de la potencia expresiva y el sentido elíptico de ellos hace Michael
Haneke en la contemporánea “Amor”, tuviera o no a Ozu en la cabeza el
austriaco.
Lo mejor se
encuentra, por contraste, cuando Yamada se desvía del camino de Ozu. En el
plano estilístico mediante esos planos en picado en el desfallecimiento final
de la madre, o la mayor y más cálida proximidad entre los personajes en los
encuadres de las secuencias hospitalarias; y en el plano temático con apuntes
como la relación entre el hijo pequeño y el padre, marcada por una insalvable
incomprensión, y que presenta curiosos ecos de la misma entre padre y vástago
pequeño en “Still Walking” (2008) de Hirokazu Kore-eda, quizás un referente
indirecto.
Un pensamiento me ha
rondado mientras escribía estas líneas, el de que tal vez sólo un espectador
virgen en el mundo de Ozu es capaz de llegar en profundidad a las virtudes de
esta película.
Javier Valverde
Querido Javier... te doy la razón en todo pero fíjate si seré tontuela que yo lloré como una descosida. Me pareció un bonito homenaje a Ozu (aunque claro está no es Cuentos de Tokio) con una sensibilidad especial. Y precisamente los matices distintos respecto el original como ese tercer hijo y la relación con los padres me llenaron bastante. Esa última noche con su madre y ese no saber relacionarse con el padre...
ResponderEliminarSé que no es Ozu... pero...
Besos
Isabel
Me quito el sombrero, Javier. No puedo decir nada más que BRAVO!
ResponderEliminarun abrazo,
jordi
Tengo muchas ganas de verla, Javier. Y eso que, leyendo lo que dices y recordando también las sensaciones que nos transmitió Jordi, creo que me decepcionará. Pero ya os diré. Tu crítica me parece estupenda, muy documentada. ¡Óle tú!
ResponderEliminarUn abrazo,
Tamara