“En un país muy lejano había una gran ciudad a la que
el floreciente comercio había hecho llegar la abundancia.”
“Había una vez un mercader muy rico que tenía seis
hijos, tres varones y tres hembras (…)”
Así comienzan
respectivamente La bella y la bestia
de Madame de Villeneuve y de Madame Leprince de Beaumont, que fue la primera en
versionar el relato recogido por Villeneuve relegando a ésta al olvido, pues
fue su interpretación más corta, menos histórica y con más moraleja la que se
hizo más popular.
En la última
adaptación del cuento a cargo de Christophe Gans pueden buscarse tantas
referencias como se quieran. No sólo Villeneuve o Beaumont, Disney o Miyazaki o
Cocteau: hay ecos de la mitología, de relatos celtas y de otros cuentos, por ejemplo,
La cierva del bosque de Madame d’Aulnoy
(demasiadas “madames” en el universo del cuento francés como para que sólo se
recuerden Perrault y La Fontaine). Pero sobre todo esto, la voz que suena con
más fuerza, y así ha de ser, es la del propio Gans. Se olvida demasiado a
menudo que los cuentos no deben leerse
sino contarse, y que cada
cuentacuentos aporta parte de sí mismo en su narración. Es por eso entre otras
cosas, por lo que preferimos unas versiones a otras: por la voz que nos cuenta.
Entre los últimos
acercamientos al érase una vez… quien
esto escribe se descubre, mención aparte para Pablo Berger, ante Tarsem Singh
que contó Blancanieves a su manera en
Mirror, Mirror. Discutible quizá, pero
genuina.
En esta última
Bella y Bestia, su director reconoce y reafirma su origen literario de
principio a fin, desplegando el libro ante el espectador y haciendo cobrar vida
a sus ilustraciones… pero se adueña de él y ya desde la elección de actores lo
aleja de lo popularizado. Léa Seydoux es una Bella más carnal que amante de la
ilustración (¿hay acaso biblioteca en este castillo?) y Vincent Cassel lleva
consigo en la vida real el título del cuento desde el inicio de su relación con
Monica Bellucci. Actor sólido y de un atractivo sin desbastar indudable, no podría
definirse, en palabras de las autoras mencionadas, como el “joven
más hermoso que el Amor” oculto bajo la Bestia.
No es tan
importante la fidelidad o no a los orígenes cuanto, por ejemplo, la decisión de
escamotear la presencia de la Bestia todo lo posible hasta que se la ve por
completo, o la de que no haya “bondad en su corazón” que haga olvidar su
aspecto. Que las hadas/luciérnagas o las criaturitas perrunas despierten
ternura o antipatía no es tan importante como que la Bestia no vea a Bella sólo
en el comedor, sino que se cuele en su dormitorio… que su pregunta no se repita
en cada encuentro y que no sea si se quiere casar con él.
La película no es
ni mucho menos perfecta, tiene aristas y en algunas partes más alejadas del
cuento conocido, se desea volver a él cuanto antes, pero su belleza es poderosa
y no es tan importante si todo está rodado ante un croma como las imágenes de
las que se inunda (y la primera que acude a esta memoria es la persecución
sobre el hielo) o la mágica banda sonora a cargo de Pierre Adenot, capaz de
evocar el cuento cuando la pantalla está en negro.
Gans
aloja el cuento en su terreno y los brillos están empañados, las estancias en
penumbra, la niebla inunda los jardines y la Bestia no parece tener esperanza en
volver a ser quien fue. Quién haya visto Crying Freeman (adaptación de un
manga), El pacto de los lobos o Silent Hill
(adaptación de un videojuego) reconoce su universo bello y decadente,
inquietante hasta lo terrorífico, sombrío y melancólico, en el que la felicidad,
si se atreve a aparecer, es renuente a quedarse: ¿alguien recuerda haber visto
sonreír a los personajes de sus películas? ¿Alguien se queda a ver los títulos
de crédito para leer que Bella y Bestia vivieron felices para
siempre?
Consciente de sus
defectos y amante de sus virtudes, a la pregunta de la Bestia que le da título,
esta crónica responde que sí y, sean los que sean los reveses que sufra esta su
última aventura, ojalá no haya que esperar otros ocho años a que Christophe Gans
vuelva a ponerse detrás de las cámaras.
Ana Álvarez